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“Un café con leche, por favor, con sacarina.” Esta frase la hemos podido escuchar a menudo en cafeterías. Podríamos pensar que la persona que va a degustar el café presta atención a la cantidad de azúcar que ingiere por motivos de salud. En este caso somos conscientes del azúcar de un café ya que lo añadimos o sustituimos nosotros mismos. Pero ¿sabemos el contenido en azúcar del resto de nuestras comidas? ¿Esperaríamos encontrar azúcar en un pollo asado precocinado? Invito al lector a seguir leyendo para tratar de dar respuesta a esta pregunta.
Sin tiempo para cocinar
Hoy en día es muy frecuente encontrarse hogares en que los dos miembros de la pareja trabajan para sostener la economía familiar. El modelo ha cambiado en relación a aquel del siglo XX y ha habido que adaptarse. Uno de los aspectos que se ha visto más afectado es la alimentación, en concreto el origen de nuestras comidas.
A raíz de este cambio, la oferta de comidas precocinadas ha crecido notablemente. Un suculento mercado potencial ha ido apareciendo y las empresas se han puesto manos a la obra.
Como toda actividad empresarial, la industria alimentaria trata de maximizar los beneficios. Y ha llevado a cabo esta labor con, digamos, poca transparencia. De hecho, la periodista británica Joanna Blythman ha dedicado años a tratar de averiguar los entresijos de este mercado y se ha topado, no en pocas ocasiones, con dificultades a la hora de conocer los procesos de las empresas alimentarias.
Hace unos años se hizo público que la industria azucarera estadounidense financió en la década de los 60 una investigación para dilucidar la relación entre las enfermedades cardiovasculares y el consumo de grasa y colesterol, tratando de sacar de la ecuación el consumo de azúcares.
El resultado de esta investigación se publicó en 1967 en la revista New England Journal of Medicine. Curiosamente, en el artículo no se revela el origen de su financiación. Fue en 2016 cuando se publicó otro artículo que ponía de manifiesto que la industria azucarera había estado influyendo el debate científico sobre los riesgos relativos de la ingesta de azúcares durante los últimos 50 años.
Obesidad y diabetes tipo 2 en aumento
Afortunadamente, hace años que se estudian y se conocen los riesgos para la salud de una dieta rica en carbohidratos en general y en azúcar en particular. El incremento global de la obesidad y la diabetes tipo 2 han puesto el foco en dos aspectos fundamentales: la vida sedentaria y la sobrealimentación. Al fin y al cabo, la obesidad es un estado patológico que tiene lugar cuando el aporte energético por la ingesta es mayor que el consumo.
En algunos alimentos es fácil detectar la presencia de azúcar en notables cantidades. Los dulces de Navidad que ya abarrotan las estanterías de los supermercados (desde octubre, sí) son un buen ejemplo de aporte calórico excesivo. Y la intención de apuntarnos a un gimnasio en enero para “quemar” lo ingerido, una consecuencia no exenta de remordimientos. No es más que nuestra intención de devolver a un equilibrio el balance entre la energía ingerida y consumida.
El problema puede venir cuando no somos conscientes de que lo que comemos tiene un alto contenido en azúcar. Si obviamos las tablas nutricionales presentes en todos los productos del supermercado, es posible que se nos pase por alto que estamos comiendo una notable cantidad de azúcar en un, por ejemplo, pollo asado troceado (3 g de carbohidratos por cada 100 g, de los cuales 0,5 g son azúcar). Es importante destacar que el pollo asado que podemos preparar en casa no tiene carbohidratos.
Azúcar para mejorar el sabor y la textura
Los fabricantes de comida preparada incluyen a menudo azúcar en sus preparaciones para potenciar el sabor, mejorar texturas, corregir acidez, etc. La Organización Mundial de la Salud publicó en 2015 una guía en la que se recomienda una serie de medidas para la reducción de la ingesta de azúcares libres (free sugars), entendidos éstos como aquellos mono o disacáridos añadidos en la elaboración de alimentos.
Estas recomendaciones se basan en las evidencias existentes de la relación entre la ingesta de azúcares por encima de los niveles recomendados (unos 30 g al día para un adulto, según la OMS) y la incidencia de obesidad y caries dental.
Menos azúcar evitaría millones de ictus e infartos
La obesidad constituye un factor de riesgo para enfermedades cardiovasculares y diabetes tipo 2. Por tanto, una reducción en la presencia de azúcares añadidos en la dieta podría tener un impacto beneficioso en la salud global de la población.
Así lo predice un estudio publicado recientemente en la revista Circulation. Los autores estiman que una reducción del 20 % del azúcar en las comidas preparadas y del 40 % en las bebidas podría prevenir cerca de 2,5 millones de eventos relacionados con la enfermedad cardiovascular (ictus e infartos de miocardio, entre otros), 490 000 muertes por daño cardiovascular y unos 750 casos de diabetes en la población adulta actual en EEUU.
En el artículo, un modelo simula y cuantifica el impacto de dicha reducción en azúcar desde el punto de vista de la salud, la economía y la equidad social. Traducido a números, la iniciativa de reducción de azúcar y sal propuesta en 2018 e implementada en 2019 supondría, de acuerdo con las predicciones de los autores, un ahorro de 4 800 millones de dólares en gasto sanitario en diez años.
Desde el punto de vista social, resulta muy interesante ver que el impacto más profundo de la reducción de azúcar sería para la franja de la población americana con menores ingresos y menor nivel educativo. Es preciso destacar en este punto que la fracción de la población estadounidense que más cantidad de azúcar consume en su alimentación es aquella con menores ingresos. La comida basura es, sin lugar a dudas, más barata.
La responsabilidad de la industria alimentaria
En definitiva, este estudio extiende la responsabilidad más allá del consumidor (cuya voluntad es, digamos, maleable) y de posibles cargas impositivas a los productos del mercado no saludables.
Interpela directamente a la industria alimentaria. Quizás ésta sea receptiva a la hora de incorporar esa reducción del azúcar en sus comidas precocinadas. Quizás esa reformulación de sus recetas no suponga una caída en sus ventas. Pero, por si no es así, los consumidores tenemos una herramienta a nuestro alcance mucho más poderosa. Una que nos permite saber con toda certeza cómo están preparados nuestros alimentos: cocinarlos nosotros mismos.
Comprar en el mercado
Es cierto que en el siglo XXI disponemos de aplicaciones de móvil que indican lo saludable o no de un determinado producto a partir de una lectura rápida de su código de barras. Sin embargo, hay quien dice que para encontrar real food sólo hay que irse al mercado (el real market), el de toda la vida.
El calabacín, el puerro, el pollo de carnicería, etc. no tienen código de barras, pero tampoco azúcares añadidos. Nuestro reto debería ser encontrar la forma de poder cocinarlos en el poco tiempo libre que nos queda cada día.
Ojalá no llegue un día en que miremos con admiración e incredulidad, por excepcional, a alguien que ha preparado un rico potaje partiendo de cada ingrediente por separado.
José Carlos Paz Gutiérrez, Profesor del Departamento de Biología Molecular Y Bioquímica de la Facultad de Ciencias, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.