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Si nos dicen que somos controladores por naturaleza, no solo no nos lo creeremos, sino que nos sentimos ofendidos. Esto es porque, en una sociedad como la nuestra, se ha devaluado una cualidad que en otro tiempo nos salvaba la vida.
Si nos paramos a revisar cómo la evolución ha permitido que no nos extingamos, tendremos que agradecérselo a esa capacidad de controlar el medio que nos rodea. Solo con ella podríamos decidir si estamos a salvo o si, por el contrario, sería oportuno salir huyendo.
Relación entre el control y el miedo
La necesidad de control se produce cuando dejamos atrás nuestra etapa instintiva para penetrar en la intelectiva. Me refiero al momento en que perdimos el instinto de conservación animal. Será entonces cuando adoptemos un nuevo método de defensa: conocer qué sucede a nuestro alrededor. Si se pierde ese control, la seguridad se tambalea y comienza el miedo.
Si nos basamos en los estudios psiquiátricos realizados por Freud y sus discípulos, podemos ver que entre los miedos recurrentes en los distintos casos estudiados están el de la muerte, el de la pérdida de control y el de la locura.
Deteniéndonos en cada uno de ellos, podemos entender que la muerte es incontrolable y que la locura es enajenación. Pero ¿qué es la enajenación? Una pérdida de control de uno mismo y de lo que nos rodea.
Y la pérdida de control puede terminar en la muerte. Al fin y al cabo, con la evolución hemos perdido las armas del instinto y su mecanismo de defensa, basado en la respuesta a una acción.
Manifestaciones del miedo: el miedo físico y el miedo metafísico
Sabiendo todo esto, tenemos que tener en cuenta que el miedo en sí ya queda fuera de todo control y que puede manifestarse de diferentes maneras.
El miedo físico es la reacción ante un acontecimiento presenciado que creemos que nos puede causar algún tipo de daño. El miedo metafísico es el que acaba por producir placer estético.
Pero si hablamos de miedo físico debemos hacernos otra pregunta: ¿qué sucede cuando tenemos miedo?
En los momentos en los que sentimos miedo se activa el sistema simpático. Queremos huir de aquello que nos asusta. Las pupilas se dilatan, el corazón bombea más sangre para que a los músculos no les falte suministro, las glándulas suprarrenales secretan adrenalina y la respiración se hace más rápida.
Pero ¿y si no estamos en disposición de escapar o no se trata de una situación que se solucione mediante la huida? Será en esos momentos cuando nuestro cuerpo comience a excretar fluidos a través de los esfínteres uretral y anal y por medio de la transpiración.
Aunque esta situación se considera un acto de cobardía en los seres humanos, si nos trasladamos al reino animal observaremos que se puede considerar un mecanismo defensivo y será alabado como tal. Y es que el hombre no puede renegar de su biología ni huir de su fisiología.
El miedo metafísico, por su parte, funciona a través de la contemplación de escenas o manifestaciones artísticas que sabemos que no pertenecen a la realidad. Por ese motivo estamos un poco más tranquilos: sabemos que no nos las toparíamos en nuestra vida cotidiana.
Aun así, nos inquietan profundamente, manteniéndonos alerta por si hay que responder ante cualquier amenaza.
Lo que nos tenemos que preguntar es: ¿cómo puede tener efecto una obra de arte? ¿Cómo puede llegar a producir en el receptor miedo, terror, goce y catarsis? Esto sucede porque el emisor utilizará ciertas estrategias.
Procurará llevar al límite al receptor para provocarle la catarsis que reducirá la tensión acumulada. Cuando se produzca, se puede decir que la manifestación artística ha llegado a su destinatario y ha tenido el efecto deseado. Tenemos que pensar que la obra es un mensaje. Si el mensaje no llega, no hay respuesta. Si llega pero el receptor no se entera, tampoco.
Pero ¿qué es la catarsis?
Llamamos catarsis al alivio de las tensiones que se crearon viendo la obra de arte.
Las formas en las que se manifiesta son diferentes, ya que dependen de la subjetividad del receptor y de las circunstancias que lo rodean en el momento en que entra en contacto con la manifestación artística. Está íntimamente ligada al sentimiento.
Una reacción catártica puede traducirse en llanto, risa o gritos. Por medio de ella podremos volver a la calma, a un estado que podemos considerar placentero por contraposición a la incomodidad anterior. Ya lo decía Nietzsche: “En el placer supremo resuena el grito del espanto”.
Así, tenemos claro que el sentimiento angustioso del miedo ante una obra artística se produce. También que el receptor es capaz de superarlo y extraer el placer, no solo de dicha manifestación artística, sino también de su capacidad de autosuperación.
Pero debajo de todo ello está la tranquilidad de saber que lo que se presenta, el elemento artístico, es ficción. Este conocimiento va a crear una zona de confort desde la que el receptor mantiene las distancias. Un salvavidas que se activará en el momento necesario.
Por todo lo aquí presentado, estudiado desde un prisma biológico y evolutivo con derivaciones en lo artístico siguiendo las teorías de la Estética de la Recepción, podemos concluir que el hombre es un animal que busca instintivamente cómo disfrutar intelectivamente del placer que le produce el miedo.
Graciela Piñero, Profesor de Literatura Española, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.