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El 25 de diciembre tendrá lugar el lanzamiento del telescopio espacial James Webb (JWST) desde el centro espacial de Kourou (Guayana Francesa). Tras sucesivos retrasos en la fecha de lanzamiento (prevista inicialmente para el año 2007) marcará un hito en la historia de la observación espacial.
Debe su nombre a James E. Webb, el segundo administrador de la NASA y responsable del proyecto Apolo que pondría al ser humano en la Luna.
Con un coste estimado de 10,000 millones de dólares, se trata de un proyecto liderado por la NASA en colaboración con las Agencias Espaciales Europea (ESA) y la Canadiense (CSA).
Orbitará la Tierra a una distancia de 1,5 millones de kilómetros (más alejado que la Luna, a unos 380 000 km) en un punto donde la interacción gravitacional entre la Tierra y el Sol está equilibrada (llamado punto de Lagrange L2).
Por ello, el JWST mantendrá una órbita estable alineada con nuestro planeta.
Antes de adentrarnos en los potenciales descubrimientos del nuevo telescopio espacial, es conveniente mirar atrás en el tiempo y revisar cómo ha evolucionado la observación astronómica hasta nuestros días.
Desde el telescopio de Galileo al James Webb
Hasta la invención del telescopio, la observación del firmamento fue a simple vista. Es decir, sin la ayuda de un instrumento óptico capaz de recoger la luz emitida por los astros y generar una imagen ampliada de los mismos.
Cualquier telescopio óptico (sensible a las longitudes de onda de la luz visible) consta de dos componentes fundamentales: objetivo y ocular.
Dependiendo de cómo sea el objetivo del telescopio, estos se pueden clasificar en dos grandes grupos:
1. Refractores o anteojos: su objetivo está formado por una lente o acoplamiento de lentes. A este tipo pertenece el telescopio de Galileo con el que se detectaron cráteres lunares y los cuatro satélites galileanos del planeta Júpiter.
2. Reflectores: el objetivo lo constituye un espejo o acoplamiento de espejos. Su precursor fue Isaac Newton, quien diseñó un telescopio más compacto que el refractor, corrigiendo defectos en la imagen como la aberración cromática. La mayoría de los telescopios posteriores se han basado en este modelo newtoniano.
Ya en el siglo XVIII, el astrónomo y músico William Herschel diseñó un telescopio reflector que le permitió descubrir un planeta más alejado que Saturno (hasta la fecha, el último del Sistema Solar). Bautizado posteriormente como el planeta Urano, dicho hallazgo tuvo lugar justo 173 años después de las primeras observaciones de Galileo.
El mayor telescopio del mundo (hasta el año 1917) fue el de Rosse o Leviatán de Parsonstown. Se trataba de un reflector con tamaño de espejo primario de 1,8 metros capaz de observar, entre otros objetos, galaxias espirales como la del Remolino (M51).
En el siglo XX, el telescopio de Hooker (con 2,5 metros de diámetro del objetivo) consiguió observar galaxias como la de Andrómeda (M81).
El relevo lo tomó el telescopio de Hale, que desafió el diseño del Hooker con un espejo de 5 metros de diámetro. Con estas características, el astrofísico Edwin Hubble consiguió medir la velocidad radial de las galaxias llegando a una conclusión sorprendente: las galaxias se alejan de nosotros y, cuanto más distantes, a más velocidad lo hacen. Fue la primera confirmación experimental de la expansión del universo.
La idea de colocar un telescopio en el espacio se gestó a finales del siglo XX y se materializó con la puesta en órbita en 1990 del telescopio espacial Hubble. De esta forma, se eliminan las turbulencias atmosféricas y la contaminación lumínica durante las observaciones astronómicas.
Se trata de un reflector con espejo primario de 2,4 metros y una masa de unas 11 toneladas. En su treinta años de servicio, ha captado imágenes sin precedentes de nebulosas, galaxias, explosiones de supernovas e imágenes de los planetas del Sistema Solar de alta resolución.
Potenciales descubrimientos del James Webb
El telescopio James Webb será el más potente hasta la fecha. Dispondrá de un espejo primario de 6,5 metros de diámetro (formado por 18 segmentos hexagonales de berilio, revestidos en oro) y obtendrá imágenes en el rango del infrarrojo.
¿Qué tiene de especial esta característica?
Por un lado, captar detalles de objetos astronómicos que no se podrían registrar con un telescopio operando en el visible.
A modo de ejemplo, la imagen inferior representa el mismo objeto astronómico (la Nebulosa de la Laguna, M8) tomada en el espectro visible (izquierda, con una gran concentración de polvo cósmico) e infrarrojo (derecha). Es notorio que la concentración de polvo cósmico impide distinguir (en el rango del visible) el conjunto de estrellas presentes en M8.
Pero su mayor fortaleza será la observación de las galaxias más lejanas y antiguas del universo. Debido al efecto conocido como desplazamiento hacia el rojo, la luz emitida por estas galaxias primitivas (y que se alejan a mayor velocidad de nosotros) será detectada por el nuevo telescopio espacial en el rango del infrarrojo, algo impensable para observatorios terrestres (incluido el telescopio espacial Hubble).
Además, dado que los objetos más fríos del universo emiten también en el infrarrojo, el telescopio espacial James Webb permitirá la observación de planetas extrasolares con una resolución sin precedentes.
Si el telescopio de Galileo mostró un firmamento desconocido hasta entonces, el telescopio espacial James Webb abrirá otra ventana a los primeros instantes del universo, cuando las galaxias más lejanas empezaron a formarse. Será, sin duda, un viaje apasionante al pasado.
Oscar del Barco Novillo, Profesor asociado en el área de Óptica, Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.