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Paul Palmqvist Barrena, Universidad de Málaga
Hemos tenido suerte: la Tierra es el único planeta del sistema solar con las características adecuadas para que surgiese la vida, tal y como la conocemos. Entre ellas, su tamaño.
Si fuese mucho mayor, como Júpiter, la densidad atmosférica sería tan alta que impediría la llegada a su superficie de la luz solar, fuente fundamental de energía para los seres vivos. Un tamaño inferior, como Marte, supondría no ejercer suficiente atracción gravitatoria para retener una atmósfera y una hidrosfera que los organismos enriquecerían luego en oxígeno.
La distancia al astro radiante es también apropiada. Más cerca, como en Venus, la temperatura superficial sería tan alta que el agua, medio en el que tienen lugar las reacciones metabólicas, estaría en estado gaseoso; más lejos, como en Marte, sería muy baja y estaría helada.
Bombardeo meteorítico
Desde hace 4 600 millones de años (Ma), cuando se formó la Tierra, hasta hace unos 4 000 Ma, su superficie estuvo sometida a un intenso bombardeo meteorítico. Entre otras colisiones la del protoplaneta Theia, del tamaño de Marte, que originó la Luna. Esto imposibilitó el desarrollo de la vida durante el eón Hádico.
Aunque el registro fósil no indica cuándo aparecieron los primeros organismos, ciertas evidencias geoquímicas sugieren que ocurrió en el Arcaico, hace unos 3 800 Ma. Es la edad de las rocas sedimentarias más antiguas conocidas, las estructuras bandeadas de hierro y grafito alternantes con sílex de la formación Isua en Groenlandia. En este grafito, el isótopo estable pesado del carbono (¹³C) es escaso, como en la materia orgánica. Evidencias más concluyentes son los estromatolitos, estructuras biogénicas originadas por cianobacterias autótrofas que muestran fototropismo, registradas con anterioridad a 3 500 Ma.
Durante el Proterozoico continúan los hallazgos, incluyendo la aparición de organismos eucariotas. Pero es a comienzos del período Cámbrico (542 Ma), ya en el Fanerozoico, cuando se dispone de un buen registro sobre la evolución de la vida: aparecen los tejidos esqueléticos mineralizados, aumentando el potencial de fosilización de los organismos.
El registro fósil: una ventana a otros mundos
La paleontología estudia los fósiles bajo todos los puntos de vista para reconstruir la vida en el pasado geológico. Por ello, trata sobre hechos históricos, de naturaleza contingente e irrepetible. Según el genetista Theodosius Dobzhansky, “nada tiene sentido en Biología excepto a la luz de la evolución”.
Más aún, el zoólogo Ernst Mayr afirmó que sin la paleontología no podríamos resolver ciertos problemas evolutivos y muchos otros ni tan siquiera los imaginaríamos (pensemos en las grandes catástrofes, como la que acabó con los dinosaurios tras el impacto meteorítico finicretácico). La razón es que “son únicamente los paleontólogos, entre todos los biólogos, quienes tienen acceso a la dimensión temporal de los fenómenos evolutivos”.
Estas consideraciones llevaron al paleontólogo George Gaylord Simpson a afirmar que “la caza del fósil conlleva la incertidumbre y la emoción de resucitar a una criatura jamás vista antes por los ojos humanos, haciéndonos reflexionar sobre los enigmas del significado y la naturaleza de la vida y del hombre”.
En el registro fósil abundan los ejemplos de organismos cuya existencia nunca podríamos imaginar, abriéndonos una ventana a mundos anteriores.
Los lirios de mar: parecen plantas pero no lo son
Los crinoideos son un grupo peculiar de animales. Pertenecen a los equinodermos, donde se encuadran con erizos, estrellas de mar, ofiuras y holoturias, junto a otras clases ya desaparecidas.
La anatomía de los crinoideos pedunculados es llamativa. Estas especies, poco diversas y de pequeño tamaño, se conocen como lirios de mar. Su cuerpo se compone de un tallo segmentado con el que se fijan al sustrato (son sésiles o ligeramente vágiles), junto a un cáliz (cuerpo) y unos brazos articulados con cirros que recogen el alimento (son suspensívoros). Por ello, la primera impresión fue que se trataba de plantas.
Aunque pueden habitar en profundidades considerables, como animales necesitan la presencia de oxígeno en el agua. Por ello, resulta insólito el hallazgo de determinadas formas fósiles en medios sin oxígeno, como el crinoideo del Jurásico Seirocrinus subangularis, cuyo pedúnculo alcanzaba los 15 metros de longitud, con un diámetro de cáliz y brazos de hasta 80 cm.
¿Cómo era posible semejante tamaño en un género de vida bentónico y anóxico, como evidencia el sedimento en el que se conservan? La observación clave la efectuó en 1968 el paleontólogo alemán Adolf Seilacher, quien señaló que los cálices aparecen siempre situados sobre los brazos, mientras que el tallo se dispone sobre los cálices. Esto le sugirió como hipótesis más plausible que las larvas se fijasen a troncos de madera flotantes, desarrollándose como organismos pelágicos en la parte superior de la columna de agua, rica en nutrientes, hasta que su crecimiento provocaba el hundimiento de los troncos. Los brazos serían los primeros en alcanzar el fondo, conservándose los ejemplares articulados.
La prueba de que su explicación era correcta apareció al encontrase evidencias de los troncos lignitizados.
No han sido estos crinoides los únicos con un género de vida insólito. Así, ciertas formas (Scyphocrinites) pudieron ser flotadoras gracias a un bulbo distal (lobolito) a modo de vejiga en su tallo, o mediante brazos rígidos dispuestos radialmente (Saccocoma), mientras que otras de pequeño tamaño quizás nadasen activamente (Uintacrinus).
Hay otros mundos, pero existieron en este
En definitiva, aunque los paleontólogos seamos cazadores de fósiles, no matamos presas para colgarlas como trofeos en la pared. Nuestra investigación devuelve los fósiles a la vida, recreando con ellos los mundos maravillosos que existieron en la Tierra.
Hoy está de moda invertir recursos ingentes buscando rastros improbables de vida en otros planetas, como Marte. Quizás haríamos mejor destinando parte de esos fondos a conocer más nuestro pasado.
Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.