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Javier Sánchez Cañizares, Universidad de Navarra
La historia del Premio Nobel de Física de 2022, concedido a Alain Aspect, John Clauser y Anton Zelinger, se remonta a 1935. En ese año, Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen publicaron un artículo que ponía en jaque la mecánica cuántica, criticando sus pretensiones de ser una teoría completa.
Los autores del artículo presentaban el siguiente experimento mental (gedankenexperiment), a los que Einstein era tan aficionado.
Imaginemos una partícula en reposo desintegrándose en dos que viajan con velocidades opuestas, cada una de ellas, además, dotada de un giro interno o espín. Por las leyes de conservación del momento angular, el espín de cada partícula también debe ser opuesto al de la otra. Entonces, cuando midamos el espín de una de las partículas, automáticamente conoceremos el de la otra.
La interpretación estándar de la mecánica cuántica entiende que las propiedades de los sistemas no se encuentran determinadas hasta que se lleva a cabo una medición. Pero, entonces, cuando medimos el espín de una de las partículas, estaremos también determinando instantáneamente el espín de la partícula que viaja en dirección opuesta. ¿Es eso razonable teniendo en cuenta que las partículas podrían estar alejadas una distancia arbitraria? Dicha posibilidad le parecía a Einstein una fantasmagórica acción a distancia (spooky action at a distance), a la que consideraba haber derrotado definitivamente con su teoría de la relatividad.
El artículo de 1935 proponía salir del atolladero mediante una propuesta bastante lógica. En realidad, el espín de cada partícula estaría ya determinado cuando cada una de ellas surgió después de la desintegración de la partícula inicial. No conoceríamos sus valores concretos hasta medirlos porque no conocemos bien las variables que, en el fondo, los estarían determinando.
Por eso, y este es el punto clave en la argumentación de Einstein y sus colegas, la medición no estaría creando algo, sino evidenciando algo que ya estaría determinado en las dos partículas desde el principio. La mecánica cuántica sería una teoría provisional o incompleta porque no sería capaz de predecir con exactitud el valor concreto del espín de cada partícula, sino solo dar una probabilidad de la medida que se obtendría.
¿Estamos discutiendo del sexo de los ángeles? Nada de eso. La historia continúa en 1964, cuando el físico irlandés John Bell presentó un marco teórico dentro del cual se podía discriminar entre la interpretación determinista de Einstein (que se daría en llamar “de variables ocultas”) y la indeterminista de la mecánica cuántica (una magnitud física no está determinada hasta que se realiza una medida).
Las desigualdades de Bell, unas relaciones entre las magnitudes relevantes del problema, se tienen que cumplir si el sistema ideado por el bando de Einstein se comporta de modo determinista, a la Einstein, gracias a esas variables ocultas; y no se cumplen (se violan) si el sistema está realmente indeterminado, como defiende la interpretación estándar de la mecánica cuántica.
Aquí entran en juego nuestros galardonados Aspect, Clausey y Zelinger.
Un duro golpe para el superdeterminismo
Unos años más tarde, en 1969, John Clauser, junto a Michael Horne, Abner Shimony y Richard Holt, generalizó de modo teórico las desigualdades de Bell, mostrando rigurosamente las diferencias estadísticas entre modelos de variables ocultas locales (acotadas a las dimensiones del experimento) y las predicciones de la mecánica cuántica.
Al comienzo de la década de los 80, después de algunos intentos en otros laboratorios y del propio Clauser, Alain Aspect logró demostrar de modo casi inequívoco que las desigualdades de Bell resultaban violadas utilizando fotones con entrelazamiento del tipo propuesto por Einstein: quedaba excluida la posibilidad de que variables ocultas locales estuvieran determinando a priori el valor de las cantidades medidas (en este caso la polarización de los fotones).
La mecánica cuántica ganaba la partida a la crítica inicial de Einstein y colaboradores.
Anton Zeilinger, por su parte, es el físico experimental que ha estudiado con más provecho las potencialidades del entrelazamiento propuesto por Einstein para desarrollar la nueva ciencia de la información cuántica, que está en la base de las tecnologías de encriptación y computación cuántica.
Pero el interés de este Premio Nobel no es solo práctico. Nos ofrece una clave de lectura de los procesos naturales en la que aún no hemos profundizado lo suficiente. O bien el indeterminismo cuántico es real (no una simple cuestión de imperfección de nuestro conocimiento), o bien la única salida posible para los deterministas a la Einstein es que las variables ocultas que determinan los resultados sean no locales, llegando a conspirar en la determinación de los parámetros de los experimentos que violan las desigualdades de Bell para que se produzcan de un modo superdeterminista.
Merecería la pena añadir aquí, para los defensores de esta interpretación determinista desesperada, los recientes experimentos de Zeilinger y colaboradores que muestran que tales variables ocultas no locales solo podrían estar afectando nuestros experimentos actuales desde hace más de 7800 millones de años, llevando su pretendida influencia prácticamente a las condiciones iniciales del universo en el Big Bang.
Un duro golpe para el superdeterminismo, sin duda, al que se añade el golpe mediático de la concesión de este Premio Nobel de Física.
Javier Sánchez Cañizares, Investigador del Instituto Cultura y Sociedad y del Grupo 'Ciencia, Razón y Fe', Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.