Frankenstein y los traumas de la ciencia

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El actor Peter Cushing interpretando al doctor Frankenstein para las películas de la Hammer. Wikimedia Commons, CC BY-SA

Un canto del poeta griego Píndaro relata cómo un médico más hábil de lo corriente burló los límites de la naturaleza al resucitar a un hombre muerto.

Frankenstein, el personaje más aclamado de Mary Shelley, se ve arrastrado por la misma corriente transgresora hasta el punto de hacer realidad el antiguo sueño de la alquimia: infundir vida a la materia muerta. El científico moderno crea un monstruo, pero ese monstruo es su propio reflejo.

La soledad del laboratorio

Victor Frankenstein se separó de su familia y se encerró durante años en esa celda de aislamiento llamada “laboratorio” para fabricar un ser vivo. Olvidado de sus amigos (no escribe a sus parientes), olvidado incluso de su propia naturaleza (no come, no duerme, no se distrae ni se relaja), empujado por un delirio frenético y un impulso obsesivo, el químico moderno logra superar las metas de los viejos alquimistas.

En la soledad del laboratorio cobra vida un gigante condenado a la soledad: sin parentesco con nada ni lazos con nadie, el monstruo es apto para vivir en las montañas desérticas pero no en los valles que habitan las personas.

En el mismo instante en que la materia revive con éxito, Frankenstein huye aterrorizado de su laboratorio. Ni siquiera él puede aceptar el producto de una violación de las fronteras de la vida. A partir de aquí la novela muestra por qué la victoria del científico es a la vez la derrota del hombre.

La mirada de las mil yardas

Empieza la soberbia descripción del colapso nervioso de Frankenstein, un trastorno depresivo del que no habrá vuelta atrás. Shelley utiliza expresiones como “melancolía”, “desconsuelo”, “fiebres nerviosas”, “crisis de desesperación” o “ataques de ansiedad”. Se trata de un diagnóstico muy preciso de eso que el siglo XX llamó shell-shock, y que ahora solemos llamar “trastorno de estrés postraumático”.

Ilustración de la edición revisada de 1831 de Frankenstein o el moderno prometeo, cuando el doctor descubre el resultado de su ‘obra’. Wikimedia Commons

Por ejemplo: Frankenstein no soporta oír las palabras “filosofía natural” sin sentir náuseas. Le asquea la charla de sus profesores de química. No puede pisar su laboratorio sin repugnancia. No ve nada ni siente nada (la suya es la mirada de las mil yardas de los soldados traumatizados por las guerras).

El problema del sabio moderno es que tiene éxito, y su castigo es que no haya castigo. Frankenstein sigue viviendo, pero solo para ver cómo todo lo que ama muere por su culpa. Mueren su hermano y su amigo, mueren su esposa y su padre, víctimas de un monstruo que no produjo la naturaleza, sino el hombre intentando dominarla.

Así que sigue adelante en calidad de hombre inerte y siempre en fuga. Huye a las soledades del Mont Blanc, a las islas casi desiertas de Escocia, a los océanos de hielo inexplorado del extremo norte. Donde no hay castigo, el castigo es seguir viviendo una vida en ruinas, con el trauma y con la herida.

La locura de Heracles

Frankenstein hurgó en la tierra de un cementerio, profanó cadáveres, vio la labor de los gusanos en los ojos y los muslos de los jóvenes, se enterró junto a los muertos. Así fue recogiendo los “materiales” para crear su enorme criatura. Para encontrar la vida, Frankenstein tuvo que explorar la muerte. También Heracles lo hizo.

Heracles era un hijo bastardo de Zeus. Su madrastra, la diosa Hera, que lo odiaba, lo colocó al servicio de Euristeo. Este le ordenó cumplir las tareas (los doce trabajos de Hércules) que labran su fama.

Crátera de la locura de Heracles. Museo Arqueológico Nacional / Antonio Trigo Arnal, CC BY-SA

Heracles ha domesticado las aguas; ha sometido las tierras a las formas y escalas humanas; ha vencido al león de Nemea; ha asaltado a los pájaros del cielo; ha llegado a los confines del mundo conocido buscando las manzanas doradas de las Hespérides; ha sacado del subsuelo neblinoso y putrefacto al perro de la muerte. Una vez completados estos trabajos, quiere volver a casa. Ahí comienza la acción de la tragedia homónima de Eurípides.

Ya en Tebas, en un ataque de locura y furia en el que revive en su mente los horrores que ha visto y perpetrado, Heracles, creyéndose inmerso todavía en los trabajos, asesina a su mujer y a sus hijos. Ahora sí ha terminado la carrera febril. Lo ha perdido todo. Ha alcanzado el límite de lo que un mortal puede resistir. El héroe que ha escrito sus proezas en el cielo seguirá viviendo, pero solo como un espectro o una sombra de sí mismo.

Solo los dioses tienen alas

La novela de Shelley sugiere que la ciencia ha de someterse a los límites de la vida. De darse incompatibilidad entre vida y ciencia, la vida debe prevalecer sobre la ciencia. El cristianismo llamó curiositas al deseo desmedido de saber, y Mary Shelley rescata la palabra (ardent curiosity, senseless curiosity).

Se ha dicho que Frankenstein podría leerse como una obra de epistemología comparada, pues la ciencia moderna aparece junto a otros modos de conocimiento, fundamentalmente la poesía, los cuales no solo no destruyen la vida, sino que la celebran y la perfeccionan. Comparar no deja de ser una forma de acotar, por lo que la novela ofrecería un ejercicio de crítica a la obliteración de la vida por la ciencia.

La venganza del monstruo conduce a Frankenstein al Polo Norte. Un barco lo salva de sucumbir durante el peregrinaje suicida a través de los hielos en busca de su criatura. Pero incluso en esta situación terminal, Frankenstein continúa alentando las empresas sobrehumanas. “¡Les pido que sean superiores a los hombres!”, les dice a los exploradores oceánicos en el momento en que desean detener su viaje y poner rumbo al sur. La arenga heroica es ignorada. ¿Por qué? Porque la empresa de la ciencia es un atrevimiento glorioso, desde luego, siempre que no olvide que solo los dioses tienen alas.

Una advertencia

El relato de Frankenstein está enmarcado en la narración de Robert Walton, un navegante que investiga la soledad del océano Ártico. A pesar de su anhelo de conocimiento, Walton no deja de escribir cartas a su hermana, por lo que, aun en alta mar, sigue atado a la tierra.

Esta sabiduría terrestre, compatible con los afectos, la fecundidad y la dicha, toma la palabra al final de la novela. Aquí descubrimos que el narrador no es solamente el transcriptor de una historia macabra, sino el oyente de una advertencia que desde el libro salta afuera. Los barcos de la ciencia deben poner rumbo al sur, es decir, al sol, la casa y la tierra. Desencallada por fin de los bloques de hielo, la embarcación de Walton regresa a Inglaterra.

Por su parte, el monstruo ha anunciado que él mismo cancelará la transgresión que él mismo es: prenderá el fuego de la pira que lo haga cenizas para siempre, pues de nada sirve un corazón artificial que no tiene una razón para vivir; de nada vale esquivar la muerte si no se le encuentra un sentido a la vida.

The Conversation

Aida Míguez Barciela no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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