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Por muy caluroso que haya sido este año, probablemente habrá sido el año más frío del resto de nuestra vida. El cambio climático es una realidad y sus efectos son cada vez más evidentes en todo el planeta. ¿Y quiénes son los seres vivos que salen peor parados de esta demoledora situación? Aquellos que de ninguna forma pueden escapar a los cambios ambientales que suceden a su alrededor.
La longevidad de los árboles y su vida anclada a un mismo lugar les impone la necesidad de afrontar diversas situaciones estresantes a lo largo del tiempo. Estas situaciones pueden ser cíclicas (cambios climáticos a lo largo de un año que se repiten una y otra vez) o puntuales, como el ataque de una plaga, una ola de calor o un periodo de sequía extremo (aunque estos periodos extremos se están repitiendo varias veces por temporada en los últimos años).
Los animales, al contrario que los árboles, disponemos de muchos recursos para afrontar estas situaciones, desde la lucha o huida hasta la construcción de herramientas y refugios. La supervivencia animal radica en gran medida en la experiencia, que nos permite una mejor evaluación, anticipación y respuesta ante un riesgo. Y esta experiencia se basa en la memoria.
¿Pueden las plantas mostrar un comportamiento similar para garantizar el fin último de cualquier ser vivo, es decir, para asegurar su supervivencia?
¿Tienen las plantas memoria?
Las plantas no poseen una memoria compleja basada en un sistema nervioso como el de los animales, sino que cuentan con sistemas más simples. Cualquier respuesta a nivel molecular está dirigida por la activación y desactivación de distintos genes (transcripción). En los últimos años, se ha demostrado que los factores ambientales desempeñan un papel muy importante en este proceso.
Cuando una planta está sometida a un estrés, la maquinaria molecular coordina los genes necesarios para responder a dicho estrés. Asimismo, modifica la transcripción para que la célula pueda sintetizar formas alternativas de las proteínas, denominadas isoformas, que permiten soportar mejor dicho estrés.
Este mecanismo, conocido como splicing alternativo, se recuerda para la transcripción de un pequeño número de genes hasta seis meses después de que cese el estrés. La presencia de estas formas alternativas permite a las plantas responder de forma más rápida y eficiente cuando se repite una situación de estrés similar, reduciendo el daño sufrido. En otras palabras, es una de las estrategias que desencadenan las plantas para memorizar un estrés y hacer frente a ese cambio ambiental desfavorable.
Por lo tanto, las plantas, al igual que los animales, son capaces de percibir, recordar y aprender de experiencias negativas para poder afrontarlas mejor la próxima vez que se presenten. Pero esta sorprendente capacidad de aprendizaje va un paso más allá ya que, bajo determinadas circunstancias, los progenitores son capaces de transmitir parte de este conocimiento a sus hijos con el fin de mejorar sus probabilidades de supervivencia y competición frente a otras plantas mediante una mejor y más rápida respuesta al estrés.
Memoria transgeneracional
A los humanos, nuestros padres y madres nos acompañan durante los primeros años de vida enseñándonos lo que está bien y mal y cómo debemos actuar para evitar problemas futuros. Algo parecido ocurre en el caso de las plantas, pero como no pueden comunicarse mediante palabras, necesitan emplear otro tipo de mecanismos para transmitir su conocimiento a sus descendientes.
Una parte de este conocimiento se trasmite por herencia materna a través de los cloroplastos. Estos son los orgánulos celulares encargados de llevar a cabo la fotosíntesis y se ha demostrado que son clave en procesos de señalización celular y tolerancia al estrés. Actúan como sensores que permiten a la progenie adaptarse mejor al entorno desde el momento de la germinación.
Los descendientes pueden superar así sus primeros meses de vida mejor que otros competidores de su entorno ya que no tienen que construir desde cero la respuesta adecuada frente al estrés. Es decir, esta experiencia recibida evita un periodo inicial de ensayo y error. La primera vez que se afronta un estrés la célula no tiene claro cuáles son los mejores genes a “encender” ni sus variantes de splicing más acertadas.
El aumento tanto de la eficacia como de la velocidad de respuesta minimizará los daños que sufre la planta cuando afronte su primer estrés, asegurando su supervivencia y, por tanto, la de la especie.
¿Cómo estudiamos este fenómeno?
Hemos hablado de mecanismos y rutas concretas como elementos clave para establecer las bases de la memoria en plantas. Sin embargo, un ser vivo no puede entenderse de forma compartimentalizada, sino como un todo. De esto se encarga la biología de sistemas, que se basa en el estudio de los distintos grupos de moléculas que forman parte de un organismo para modelar su funcionamiento.
El empleo de una aproximación integradora, combinada con la capacidad analítica actual –podemos estudiar con precisión varios miles de transcritos, proteínas o metabolitos en cada experimento–, nos permite hacer una especie de zoom biológico para explicar cómo funcionan las plantas y responden al ambiente en base a los cambios coordinados en sus distintas rutas fisiológicas, genéticas, epigenéticas, proteómicas y metabolómicas.
Estos trabajos suponen no solo un gran avance en ciencia básica, descubriendo nuevos mecanismos implicados en la capacidad de adaptación al entorno y la resiliencia de los árboles, sino también en ciencia aplicada. Muchas de estas moléculas se podrán emplear como biomarcadores, es decir, sustancias indicadoras del estado biológico.
Estos biomarcadores permitirán seleccionar semillas que puedan responder mejor a localizaciones concretas. Además, proporcionarán información esencial para evaluar en tiempo real el estado fisiológico de los bosques, convirtiéndose así en una pieza clave para mejorar su gestión y sostenibilidad en el actual contexto de cambio climático.
Pero, a pesar de que la mayor parte de los seres vivos son capaces de hacer frente a condiciones adversas y aprender de ellas, así como transmitir parte de ese conocimiento a sus descendientes, la biología de sistemas nos ha enseñado dos cosas muy importantes:
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Que invertir esfuerzos en paliar el estrés también conlleva consecuencias fisiológicas negativas (detención del crecimiento y desarrollo).
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Que el cambio climático es más rápido que la velocidad de adaptación de las plantas y que, lamentablemente, estamos cerca de un punto de no retorno. En este umbral, la realidad ambiental sobrepasa la capacidad máxima de aclimatación y de adaptación de muchas especies en muchos lugares del globo.
Considerando que todavía no tenemos capacidad para colonizar (y destruir) otros planetas, no debemos olvidar nuestra responsabilidad con las generaciones futuras ahora que todavía estamos a tiempo y podemos dar pasos de gigante hacia un mundo más sostenible.
Lara García-Campa recibe fondos de Consejería de Ciencia, Innovación y Universidad del Principado de Asturias (Beca Severo Ochoa BP19-146).
Luis Valledor recibe fondos del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2020-113896GB-I00)
María Jesús Cañal Villanueva recibe fondos del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2019-107107GB-I00/AEI/10.13039/501100011033).
Mónica Meijón Vidal recibe fondos del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2020-113896GB-I00)
Víctor Fernández Roces recibe fondos del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (Beca Formación Profesorado Universitario, FPU: FPU18/02953).
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.