Mundial de Catar: un espectáculo de inhumanidad

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El estadio 974 de Catar, construido con esa cantidad de contenedores. Shutterstock / Sanjay JS

Si algo ha demostrado la historia es que la conmoción del ser humano por el sufrimiento de sus iguales es selectiva. Cuando no se produce, suele deberse a la ignorancia, al desconocimiento de la situación y, fundamentalmente, a la deshumanización hacia el colectivo que lo padece, la falta de empatía de unas personas hacia sus congéneres con quienes han roto el vínculo de humanidad que les une.

En ambos se ampara el Estado violador de derechos humanos y el autor de graves crímenes internacionales. En algunas ocasiones, incluso conduce a sus ciudadanos hacia el camino de la deshumanización como parte de su plan premeditado para la comisión de los mismos. En otras, esta simplemente contribuye de forma espontánea y natural a la indiferencia y, con ella, a la impunidad de las violaciones cometidas.

El 2 de diciembre de 2010 Catar logró la sede del Mundial de Fútbol 2022, con 14 votos de 22 posibles, derrocando inesperadamente a la gran favorita: Estados Unidos. No fue más que el inicio de una sucesión de polémicas. Su designación se tiñó de sospecha. La revista France Football destapó lo que denominó “Qtargate”, un enjambre de prácticas corruptas que habrían logrado cambiar el sentido del voto de, entre otros, el entonces presidente de la UEFA, Michel Platini, a cambio de la compra del Paris Saint Germain por los cataríes y una serie de arreglos acordados con el propio presidente de la República francesa en aquel momento, Nicolas Sarkozy.

El cambio histórico de fecha de celebración o la ausencia de infraestructuras no pareció ser un impedimento. Y aún menos, evidentemente, la situación de los derechos humanos en este país.

La ciudad de Lusail como símbolo

La construcción desde la nada y en el desierto de la sede del mundial, la ciudad de Lusail, simboliza el esfuerzo de Catar por proyectar una imagen internacional impactante y mostrarse como una gran potencia económica. Sin embargo, una gran cantidad de obras imprescindibles para cumplir el compromiso adquirido, la presión del plazo y las condiciones climáticas en un Estado que sistemáticamente viola los derechos de las personas no constituían un buen presagio.

Quienes acudieron a la llamada del país con una de las rentas per cápita más altas del mundo procedentes de India, Bangladesh, Nepal, Sri Lanka y Pakistán en busca de un trabajo y un futuro mejor para ellos y sus familias cayeron en una trampa de sufrimiento: jornadas interminables a más de cincuenta grados sin apenas medidas de seguridad ni posibilidad de descanso, condiciones insalubres en las viviendas y amenazas de expulsión o de confiscación del pasaporte si no aceptaban estas condiciones. La kafala en todo su esplendor, el “sistema de patrocinio” para las empresas en varios países de la península arábiga, entre ellos Catar, que hace que los trabajadores migrantes apenas tengan derechos ni posibilidad real de reclamarlos. El trabajo forzoso, la esclavitud.

Es difícil saber con exactitud cuantas personas han muerto desde 2010 como consecuencia de estas condiciones. Una investigación de Amnistía Internacional cifra en 15 021 los no cataríes fallecidos desde 2010 hasta 2019, siendo imposible precisar las causas, toda vez que el Estado responsable nunca ha investigado estos fallecimientos, ni ha hecho nada por evitar que se produjeran. Incluso niega a las familias de los fallecidos la indemnización correspondiente.

Cuenta en esta estrategia con un aliado esperado que, vergonzosamente, ha asumido su mismo discurso: la FIFA, al igual que Catar, ha confirmado 3 muertos en la construcción de los estadios del Mundial. Este organismo occidental ha emprendido con naturalidad el camino hacia la indecencia y apoya al anfitrión sin condenar ni hacer ningún intento por mejorar la situación de quienes sufren las violaciones de derechos cometidos por este.

No hay mayor cómplice para un Estado que viola derechos humanos que el silencio, la indiferencia y la normalización de su actuación. Patrocinando eventos deportivos, clubes de futbol… el Estado violador consigue blanquear su imagen, hacer olvidar el sufrimiento que provoca y condenar al olvido a sus víctimas, quienes en un desamparo absoluto poco pueden hacer para evitar la impunidad de sus verdugos.

Trabajadores en el exterior del Estadio de Lusail (Catar) durante su construcción en 2020. Shutterstock / Noushad Thekkayil

El silencio de España

Poco importa a la FIFA que no exista libertad de expresión, que la discriminación de la mujer sea una realidad incluso normativa o que la homosexualidad esté prohibida en este país. Tímidamente algunas federaciones de fútbol, Alemania, Noruega, Bélgica o Suecia, han manifestado públicamente su preocupación sobre el tema. La española, sin embargo, calla. Este silencio es tan cínico como congruente, ya que su presidente, Luis Rubiales, decidió, a cambio de sustanciales ganancias, trasladar la sede de la Supercopa de España a Arabia Saudí durante dos trienios, 2019-2021 y 2022-2024, en la misma línea de actuación que la FIFA.

Falta poco para que empiece el mundial. Asistiremos a deslumbrantes ceremonias, a modernas instalaciones y a fastuosos eventos, conscientemente ignorantes del coste humano que conlleva. Nuestra indiferencia hacia el sufrimiento de estos ciudadanos sin rostro con quienes sentimos que poco tenemos en común avalará el abuso de este y otros Estados, sabedores de lo fácil que es comprar el silencio y la complicidad ante su barbarie. La deshumanización de estas personas, la atrocidades de otras muchas y la ambición desmedida de tantas nos han llevado hasta aquí. Nuestra indiferencia las alienta.

Enciendan la televisión y disfruten del espectáculo, pero del de nuestra inhumanidad.

The Conversation

Carmen Rocío García Ruiz no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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