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En el año 2009 se cumplieron 200 años del nacimiento de Charles Darwin, una efeméride que se celebró por todo lo alto junto con el 150 aniversario de su obra El origen de las especies. Este 2023 se cumplen dos siglos del nacimiento de otro naturalista británico que también sentó las bases de la teoría de la evolución pero que, sin embargo, ha sido injustamente olvidado: Alfred Russel Wallace.
Wallace llegó al mundo en Gales en 1823, en el seno de una familia de clase media con dificultades económicas, por lo que no pudo completar sus estudios y a los 19 años tuvo que colocarse como aprendiz de la construcción. Su hermano mayor lo contrató luego como agrimensor –similar a los topógrafos actuales–.
Finalmente, encontró un empleo en Leicester para enseñar agrimensura y cartografía. Allí conoció a Henry Walter Bates, un naturalista dos años más joven que él, aprendiz de calcetero y aficionado a la entomología. Se hicieron amigos y concibieron un fantástico proyecto: viajar al Amazonas para explorar, colectar insectos y financiar la aventura con la venta de ejemplares exóticos.
Adversidades en el Brasil
En 1848 los dos jóvenes amigos (25 y 23 años) se embarcaron rumbo al Brasil, donde comenzaron sus exploraciones. Wallace se dirigió al norte, a la cuenca del río Negro, mientras que Bates exploraba el sur de la cuenca amazónica (allí descubrió el llamado mimetismo batesiano).
Las dificultades que encontró Wallace fueron terribles. Enfermó varias veces y estuvo a punto de morir. Tras recuperarse de unas fiebres, descubrió que sus ayudantes se habían bebido toda la cachaça –bebida alcohólica brasileña– que guardaba para preservar los especímenes. Muchos ejemplares fueron devorados por las hormigas.
Su hermano menor, Herbert, que se había unido a la expedición en 1849, contrajo la fiebre amarilla y falleció dos años después. A pesar de todo, Wallace continuó con la empresa durante cuatro años, visitando regiones y contactando con poblaciones desconocidas para los occidentales.
Wallace sentía un gran respeto hacia el conocimiento natural de los nativos y confiaba en sus observaciones. Constató como los grandes ríos de la cuenca amazónica constituían barreras entre cuatro regiones caracterizadas por tipos concretos de fauna.
Por fin, en 1852, Wallace se embarcó en el mercante Helen con destino a Inglaterra, no sin antes tener que lidiar con las autoridades brasileñas, que habían confiscado su inmensa colección. Tres semanas después, en plena travesía, el barco se incendió y los tripulantes tuvieron que abandonarlo. Wallace solo pudo salvar su reloj, algo de ropa y dos cuadernos de notas. Contempló impotente, desde una lancha de salvamento, como se quemaban su maravillosa colección, sus documentos y los animales vivos que transportaba en jaulas. Cuatro años de trabajo quedaron convertidos en humo y ceniza.
Diez días más tarde otro navío británico rescató a los náufragos, y Wallace pisó por fin Inglaterra tras casi tres meses en el mar. En ese momento juró no volver a embarcarse. Juramento que, afortunadamente para la ciencia, no cumplió.
Nuevas exploraciones y una idea revolucionaria
Durante un tiempo Wallace vivió de las 200 libras del seguro que cobró tras el naufragio. Escribió dos libros sobre sus expediciones y dio algunas conferencias. Gracias a sus detallados mapas de la cuenca del río Negro, la Sociedad Geográfica del Reino Unido le otorgó en 1854 una subvención para emprender expediciones por Indonesia y Malasia.
Durante seis años recolectó ejemplares y realizó observaciones que le permitieron tres logros trascendentales. Su libro El archipiélago Malayo se convirtió en uno de los diarios de exploración más populares del siglo XIX. Sus datos biogeográficos demostraron la existencia de una frontera muy precisa entre la fauna asiática y la de Oceanía, desde entonces conocida como la línea de Wallace.
En tercer lugar, Wallace tuvo la intuición de que existía en la naturaleza un proceso de selección que generaba cambios en las especies a lo largo del tiempo. En 1858 envió a Darwin un manuscrito sobre esta idea (Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente del tipo original). Wallace conocía y admiraba la obra de Darwin y quería pedirle opinión y consejo acerca de su propuesta.
Darwin quedó anonadado al recibir el escrito de Wallace, ya que llevaba veinte años elaborando su propia teoría de la evolución por selección natural y todavía no había publicado su famoso libro. Confesó a sus amigos su dilema, ya que estaba en juego el reconocimiento de esta teoría.
Finalmente dejó el asunto en manos de Hooker y Lyell, quienes decidieron presentar en la Sociedad Linneana de Londres una comunicación conjunta compuesta por el manuscrito de Wallace y extractos de un ensayo escrito años antes por Darwin. Este recopiló el material que había reunido y en 1859 publicó El origen de las especies por medio de la selección natural, quedando su nombre ligado para siempre a la teoría evolutiva y a la historia de la ciencia.
Más infortunios tras su regreso
Wallace pudo haber reclamado que su manuscrito hubiera sido publicado sin su conocimiento, pero se sintió honrado por compartir méritos con una figura tan reconocida como Charles Darwin. También es de justicia reconocer que Darwin había acumulado muchísima información empírica a favor de su teoría.
Wallace regresó a Inglaterra en 1862, visitó a Darwin –con quien mantuvo una extensa y amistosa correspondencia– dio conferencias y publicó artículos sobre sus exploraciones y descubrimientos. Sin embargo, los problemas económicos volvieron a acosarle. Había formado una familia, había hecho algunas inversiones desafortunadas, y tuvo que volver a su antiguo trabajo como agrimensor.
Para poder publicar su obra más importante, The geographical distribution of animals, tuvo que pedir un adelanto a la editorial. Este libro constituye la base de la moderna biogeografía. El propio Darwin tuvo que intervenir para que recibiera finalmente, en 1881, una pensión del gobierno británico.
La difícil vida de Wallace probablemente activó su sentido social y humanitario. Participó en debates sobre la reforma agraria, propugnó la nacionalización de la tierra y escribió sobre el socialismo, el sufragio femenino y contra el militarismo y la deforestación. También desarrolló ideas espiritualistas e investigaciones sobre el espiritismo que no fueron bien acogidas entre sus colegas científicos, más materialistas. Incluso criticó la obligatoriedad de la vacunación contra la viruela al tiempo que defendía medidas para mejorar la higiene y la sanidad pública.
Estas inclinaciones tardías probablemente influyeron en que se fuera difuminando poco a poco la fama y el legado del que fue reconocido como uno de los más grandes naturalistas del siglo XIX. Pero, sin duda, el conjunto de su obra merece un recuerdo en su 200 aniversario.
Ramón Muñoz-Chápuli Oriol no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.