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En esta era postcontemporánea –aún sin bautizar por los historiadores– la domesticidad es uno de los principios rectores de nuestras vidas, al menos en las sociedades desarrolladas. La pandemia ha dado, además, un empujón formidable a esta tendencia a encerrarnos entre las cuatro paredes del hogar. Teletrabajo, compras de bienes básicos y no tan básicos (desde Glovo a Amazon), consumo cultural (con HBO como banderín de enganche), enseñanza en línea (del colegio al postgrado), militancia política por internet (el joven partido español Podemos se organiza y moviliza en buena parte vía Telegram o espacios virtuales).
A esto se suman otras novedades de nuestro tiempo: el uso de las redes sociales para las relaciones interpersonales (ya sea con nuestros allegados en Facebook, con nuestros amantes en Tinder o Grinder o con todo el mundo en Whatsap) o el modelo que se impone de manzanas cerradas, donde se vive de espaldas a los espacios públicos y a la diversidad social. Hasta las penas de prisión menor pueden cumplirse a domicilio, con un brazalete electrónico.
Sumémosle a esto la facilidad que nos dan los distintos medios de acceso a la información y al ocio (del teléfono inteligente a la televisión inteligente). Seguramente me dejo cosas fuera de este tintero que se queda pequeño año a año.
Como resultado, los historiadores ya no vamos a los archivos; los trabajadores han dejado de tener mesa propia en unas oficinas, cuando no se ponen el mundo por oficina; nadie acude ya al comercio del barrio, ni liga en los bares, ni lee la prensa en la biblioteca, y compartir tiempo con la familia y amigos en remoto dejó hace tiempo de ser un sucedáneo para convertirse en norma. Ni siquiera el jugador necesita ya acudir al casino, ni el estafador engatusar personalmente al primo. Apostamos por la cantidad al alcance de un clic frente a la calidad del cara a cara.
No se precisan más ejemplos, los tenemos permanentemente a nuestro alrededor, en nuestras propias casas, los experimentamos a diario y tal vez no somos conscientes de la magnitud del fenómeno, con un efecto acumulativo de todas estas tendencias casi imposible de exagerar y unas repercusiones sobre nuestras vidas sencillamente estremecedoras.
Es, por tanto, imperativo, detenerse a meditar sobre ello y abrir urgentemente un debate público. Pero también habrá que pasar a la acción: hay algunas propuestas viables al respecto. Si los ciudadanos no hacemos algo, quienes decidirán serán las innovaciones (tecnológicas o no) y las empresas que las promueven, obteniendo de ellas unos beneficios que antaño se calificaban de pingües. Todo esto no va a menos. Al contrario.
Los efectos de no salir de casa
¿Cuáles son esos efectos? Los más obvios tienen que ver con el retroceso de los espacios públicos tradicionales (plazas, centros de trabajo y estudio, comercios, restaurantes, cines, bibliotecas y muchos más). El urbanismo prima los espacios privados: el hogar y el coche frente a la calle, la plaza, el polideportivo y el transporte públicos. La economía también se domestiza: por el lado de la oferta de bienes y servicios que se nos plantan en la puerta, lo que acentúa el papel estratégico de la logística y la distribución.
Por el lado de la demanda, gestionamos las compras en tiendas o supermercados virtuales y pagamos a distancia con dinero de plástico o de bits. El trabajo, al que dedicamos tantas horas de nuestra vida, tiende también a quedarse en casa, sin que la productividad parezca sufrir, aunque no sería extraño que el repunte de los padecimientos psicológicos conviva con el descenso de los accidentes laborales (y de la sindicación).
Cómo sufre el aprendizaje
También hay consecuencias para la educación: las videoclases sustituyen a la clase magistral, los laboratorios virtuales alejan a los futuros químicos de probetas y mecheros Bunsen, la evaluación automática y telemática amenaza con enviar el examen vigilado y a fecha fija al basurero de la historia.
Todo ello, con mucha más comodidad. Pero, ¿no sufre el aprendizaje? La sociabilidad es seguro que sí: ¿cuántos de nuestros amigos encontraron a su pareja compartiendo pupitre (o timbas en la cafetería) en la universidad? Los amores en red, ¿heredan los males de los de la carne sin apenas ventajas?
La tendencia, además, trae consigo pérdidas netas de calidad de vida (incluso con consecuencias sobre la salud) y un aislamiento social creciente que lleva a fenómenos como la soledad de los ancianos, el deterioro de calidad de las relaciones personales, la quiebra de la solidaridad que nace de las experiencias compartidas en el barrio, en la fábrica, en la escuela… Vivir encerrado en el espacio privado del hogar tiene un coste, y no es pequeño.
Porque no se distribuye de forma equilibrada en la sociedad: en muchos sentidos, la cuota mayor de la brecha digital la pagan los pobres. No tener acceso a una vivienda digna significa que ese hogar en el que tienden y tendemos a encerrarnos será más incómodo, más frío y más feo. Carecer totalmente de ella es todavía peor: no tener un sitio donde nos lleguen los paquetes es molesto, pero apenas una minucia. No poder pagar una buena conexión a internet o un teléfono con conexión óptima se traduce en exclusión social y en falta de acceso a servicios básicos: bancos que limitan los horarios de atención personal o trámites que la administración solo admite por vía telemática.
Por si fuera poco, esa denegación de acceso acentúa la trampa de la pobreza: quienes la sufren pagan más por bienes y servicios, deben dedicar más tiempo a gestiones cotidianas, ven mermar drásticamente su ya pobre capital social.
Consecuencias para las mujeres
Tampoco en términos de género. El hogar, tradicional espacio femenino en nuestras sociedades, impone tareas que siguen recayendo sobre las mujeres: cuidado de niños y ancianos, limpieza, cocina, orden. Si la carga de estas tareas crece (o aunque no lo haga) y su distribución sigue gravitando sobre un género determinado será ese género quien lo pague.
Pero aunque algunos echen la culpa de todo esto a empresas codiciosas y gobiernos pérfidos, los ciudadanos disfrutamos de sus muchos beneficios, y lo impulsamos día tras día en mil pequeñas decisiones: dónde compramos, cómo accedemos a la música, cómo nos informamos… Algo que tiene, además, efectos no pequeños sobre la calidad de nuestras democracias. Pero aún podemos (y debemos) hacer algo al respecto.
Mauro Hernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.