Nuevas y poderosas razones para utilizar los antibióticos de forma responsable

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¿Recuerdan aquellos tiempos en los que íbamos al médico con un resfriado y casi siempre salíamos con una receta para tomar antibióticos? Y cuando no era así, era frecuente ser testigos de los típicos enfados “porque el doctor no se ha tomado en serio mi enfermedad”.

Aunque estos medicamentos solo actúan frente a las bacterias, eran prescritos para tratar todo tipo de infecciones. Muchas veces se recetaban de forma preventiva, e incluso para evitar problemas con los pacientes que sí los creían necesarios.

Llegan los antibióticos y, después, las bacterias resistentes

El mayor hito de la medicina del siglo XX fue la introducción de los antibióticos, generalizada a partir de 1943. En la década de los 50 y los 60 aparecieron nuevas familias de estos compuestos, y durante los 20 años siguientes recibieron modificaciones que los hicieron más efectivos. Todo esto creó la sensación de que siempre iríamos por delante en nuestra lucha contra las bacterias patógenas.

Sin embargo, su desarrollo se estancó en los años 90. A finales del siglo XX, el ritmo endemoniado al que algunas bacterias adquirían resistencia a muchos de los antibióticos disponibles desató las alarmas. Especialmente preocupante era la aparición de bacterias multirresistentes, que esquivaban la acción de varios antibióticos.

En esa época, según datos citados por la Organización Mundial de la Salud en 2001, un 87 % de los pacientes pensaban que los antibióticos resolverían sus infecciones respiratorias y que podían suspender el tratamiento cuando se sintieran mejor. En un 75 % de los casos, el médico respondía a la expectativa del paciente y se los prescribía.

Pasos en la buena dirección, pero el problema persiste

A partir de entonces, comenzaron a desarrollarse estrategias para informar a la población de que la mayoría de las infecciones frecuentes (incluyendo los resfriados, los dolores de garganta y la gripe) están causadas por virus. Frente a ellos, los antibióticos no tienen nada que hacer.

También se explicaba qué son las resistencias, qué peligros entrañan y cómo pueden aparecer por un uso innecesario o incorrecto de los antibióticos; por ejemplo, tomando una dosis menor que la prescrita o no siguiendo el tratamiento hasta el final. Además, en 2006 se restringió la venta de antibióticos sin receta médica en España (RD 29/2006 del 26 de julio).

Aunque la concienciación ha aumentado mucho desde entonces, las resistencias siguen siendo un problema acuciante. Un estudio reciente publicado en The Lancet ha revelado que 1,27 millones de personas murieron en 2019 como consecuencia directa de infecciones por bacterias resistentes a los antibióticos.

Otro trabajo ha mostrado que, todavía en 2017, miles de personas acudían a las farmacias españolas solicitando antibióticos sin receta médica. Mayoritariamente, alegaban que ya los habían utilizado antes para síntomas similares.

Los antibióticos no solo dañan a las bacterias que causan enfermedades

Nuestra microbiota es el conjunto de microorganismos, incluyendo a las bacterias, que viven en el cuerpo humano o en alguna parte del mismo. Cada zona no estéril del organismo presenta una comunidad característica, que permanece en equilibrio y desempeña funciones esenciales para el mantenimiento de nuestra salud. Por ejemplo, algunas bacterias de nuestra microbiota intestinal producen las vitaminas K y B12 que necesitamos.

Por desgracia, los antibióticos no solo acaban con las bacterias patógenas, sino también con muchas de las que nos habitan y son beneficiosas. Así que cuando los tomamos se altera la microbiota –lo que se denomina disbiosis– y sufrimos un doble perjuicio: por un lado, perdemos lo bueno que nos aportaban los microorganismos ahora dañados; y en segundo lugar, éstos dejan un espacio libre que puede ser colonizado de forma oportunista por otros microbios potencialmente patógenos.

Alteración de la microbiota: estas pueden ser sus consecuencias

En los últimos años, multitud de estudios sorprendentes relacionan la disbiosis y distintas enfermedades, muchas de ellas graves. No obstante, en algunos casos aún no está claro si se trata de un factor necesario, suficiente o contribuyente en el origen de dichas patologías. Podemos destacar los siguientes ejemplos:

Además de todo esto, un estudio publicado recientemente en Nature, con mucha repercusión, ha demostrado que compartimos un 12 % de nuestras microbiotas oral e intestinal con nuestros convivientes, un 8 % con los vecinos de nuestra localidad, y prácticamente nada con los habitantes de otras poblaciones.

Esto sugiere que algunas de esas enfermedades asociadas a disbiosis podrían ser transmisibles, aunque antes se pensase que no se contagiaban. Así ocurre con ciertos tipos de cáncer, ya que podríamos adquirir de las personas cercanas el tipo de microbiota que nos hace más propensos a sufrirlos.

Una nueva oportunidad para concienciar a la población

El problema de la aparición de bacterias resistentes ha servido durante muchos años para concienciar sobre la utilización responsable de los antibióticos. Sin embargo, es difícil transmitir la magnitud de la amenaza cuando los efectos negativos probablemente no serán sufridos por quien hace el mal uso, sino mayoritariamente por personas inmunodeprimidas o sin acceso a una amplia variedad de antibióticos.

Las asociaciones recientemente descritas entre las disbiosis y el desarrollo de enfermedades ponen sobre la mesa nuevos riesgos. Pero en este caso sí es la persona que hace el mal uso quien ve alterada su propia microbiota y sufre directamente el daño, por lo que es más fácil que perciba el peligro.

Estamos, pues, ante una oportunidad magnífica para incorporar los nuevos datos a las campañas de información y concienciación que se vienen desarrollando durante los últimos 25 años, centradas únicamente en la aparición de resistencias. Así, todos entenderemos por fin que los antibióticos son un arma de doble filo, capaces de salvar millones de vidas, pero también de causar enfermedades y muertes si no son bien usados.

The Conversation

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Carmen Álvarez Santacruz no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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