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Algunas estrellas del rock, desde el nacimiento del género a mediados del pasado siglo, han sido conocidas no solamente por su música, sino también por sus extravagancias.
Desde los requisitos de mobiliario concreto en el backstage de Elton John, hasta la afición por destrozar habitaciones de Keith Moon, la prensa se ha hecho eco de comportamientos y actitudes que perpetúan la mal entendida imagen del “genio excéntrico”. Esta idea no es exclusiva del gremio: se encuentra ligada a la idea de fama y, más específicamente, al funcionamiento del mercado en el que actúan sus protagonistas.
Encontrar el origen de esta visión en el siglo XIX no es una casualidad: la Revolución Industrial y los conceptos de interacción social y ocio hicieron posibles unas dinámicas que facilitaron el acceso a la cultura a un espectro popular más ancho de lo que había sido anteriormente.
Por ello, si nos preguntamos sobre si podemos equiparar a las divas de la ópera de los siglos XVII o XVIII a los iconos rock y pop actuales, la respuesta no puede medirse en una escala de blanco y negro. Debemos, pues, hacer un breve ejercicio de relativización histórica.
Nacimiento de la ópera
La ópera surge a principios del siglo XVII de la mano de autores como Claudio Monteverdi o Giulio Caccini, cuyo papel en la educación vocal de los primeros cantantes dedicados al género fue clave.
Sin embargo, las primeras producciones musicales teatrales diferían de las representaciones del imaginario actual, tanto en su sonoridad como en su propósito. Musicalmente se desarrollaban sobre sencillas melodías sustentadas por un bajo continuo y nunca se perdía de vista que el fin era el puro entretenimiento de una élite privilegiada. Esta, por limitada, circunscribía la popularidad de cantantes y compositores a familias o círculos muy reducidos.
Entrado el siglo XVIII, sí podemos empezar a hablar de figuras que podrían asemejarse, en cierta medida, a las actuales estrellas. Encontramos los ejemplos del castrato italiano Farinelli o de la soprano alemana Caterina Cavalieri. Al primero dedicaría Gerard Corbiau una película en 1994. La segunda, por su parte, fue casus belli del enfrentamiento entre Salieri y Mozart en el Amadeus de Peter Shaffer y Milos Forman de 1984.
Si algo tienen en común ambos personajes es la impostación de ciertos (¿acaso exagerados?) ademanes propios del divismo que hoy se asocia a los cantantes más célebres. Hasta el punto de que podemos cerrar los ojos e imaginar en tan ilustres dieciochescos a cantantes más próximos a nuestro tiempo.
La diferencia, más allá de trajes y candelas, se halla en los entornos: son, por supuesto, las altas jerarquías pertenecientes al Antiguo Régimen quienes los rodean…
La revolución de la burguesía
Tras la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas tiene lugar el auge y empoderamiento de la burguesía, que contribuye automáticamente a la masificación de espectáculos musicales que se replantean, de este modo, sus principales fines.
Con ello, los cantantes y otras figuras musicales se hacen verdaderamente conocidos. A partir de un siglo XIX definido por el progreso de la tecnología y la democratización del acceso a la música, algunos pasarán a ser reconocidos por un público más amplio. Podemos ver en Fiódor Chaliapin o Enrico Caruso dos ejemplos, ya tocando el siglo XX.
Notemos que seguimos hablando de cantantes dedicados a música académica, mientras que la música popular empieza a llegar, esencialmente, a través de las corrientes nacionalistas que la incorporan.
Con la alfabetización cada vez más extendida y la multiplicación de los medios impresos, se hace un hueco destacado a la crítica musical y se abre el debate a las preferencias estéticas, que irá poniendo el caprichoso foco del público en este o aquel cantante según gustos o afinidades.
Y aun así debemos seguir matizando: el conocimiento de los intérpretes y compositores que hoy conforman el canon solo estaba empezando a delinearse, mientras algunas figuras populares se perdían en el tiempo, esperando a ser recuperadas por el trabajo de musicólogos e historiadores.
La música grabada
Las primeras décadas del siglo XX llevan consigo el despegue de las músicas populares, empezando por la edición de partituras de Tin Pan Alley y llegando a la comercialización e implantación del gramófono y la radio, especialmente popular durante el tiempo de entreguerras en que el III Reich grababa y lanzaba su música a todo el mundo civilizado.
Al otro lado del Atlántico, la incorporación del jazz al repertorio escénico, con grupos como la Original Dixieland Jazz Band, da pie a la puesta en marcha de una rueda sustentada sobre el ya imperante sistema capitalista. Este hace posible el reconocimiento de cantantes como Mamie Smith quienes, desde la atalaya de una fama para la que el hombre parece no estar preparado, asumen comportamientos que pueden ser tildados de estrafalarios por los demás.
El carisma y los adolescentes
Tras el shock de la Segunda Guerra Mundial, entran en juego dos factores imprescindibles. Primero, que el mundo ha comprobado lo peligroso que puede llegar a ser convertir en divinidad a un político carismático. Y segundo, surge el concepto de teenager: un adolescente que vive sin incertidumbres y con mayor tiempo libre y recursos para dedicarlos al ocio.
Como indicaría Simon Frith, se desdibujan los límites de clase cuando los jóvenes de clase media adoptan la idiosincrasia de los jóvenes de clase obrera.
Así, el modelo económico imperante al oeste del Telón de Acero matará dos pájaros de un tiro: el (políticamente) “inofensivo” músico será la nueva estrella y sus canciones, más parecidas a las de la música tradicional, la inagotable fuente de recursos que alimente la maquinaria capitalista.
La ley de la oferta y la demanda permitirá, de este modo, que el rol de diva se refuerce con personajes como Frank Sinatra, Elvis Presley o The Beatles.
Por tanto, la estrella del pop y el rock nace del contexto en el que se encuentran la mayoría de los recursos económicos, como había pasado en siglos anteriores. Solo que, en este momento, el grueso de los posibles pertenece al pueblo y no a la élite (que, por su parte, se sigue relacionando con sus propias estrellas, como en el caso de Maria Callas).
Llega el siglo XXI
Cuando los seguidores de Sinatra, Presley o McCartney se convirtieron en abuelos, vieron ya en las décadas próximas al siglo XXI cómo sus nietos vivirán una nueva eclosión de los iconos populares como producto comercial: Britney Spears, las Spice Girls o los Backstreet Boys son buenos ejemplos.
Estos, como parte esencial de la industria, coexistirán con la vuelta de tuerca que ocasionalmente querrá ofrecer la música académica, con productos como Los Tres Tenores o, en otros órdenes, Freddie Mercury o Sarah Brightman (esposa, musa y prima donna de Andrew Lloyd Webber), quienes mantienen evidentes referencias a la música clásica en su carrera aunque sean, esencialmente, iconos pop.
Entonces ¿son equiparables las divas de la ópera de los siglos XVII o XVIII a los iconos del pop y el rock actuales? Si hablamos de figuras especialmente reconocidas dentro del ámbito musical, atendiendo a las circunstancias históricas de cada momento, pueden serlo.
Si nos referimos a su papel como expresión sociocultural de dónde reside el poder económico y el modelo social imperante, también.
Sin embargo, aunque podemos estar tentados a equiparar la semblanza de los cantantes del siglo XVIII o XIX con la de las estrellas actuales, no debemos perder de vista que a Farinelli lo conocían Felipe V y su corte, y a Cavallieri, el emperador José II y la suya… pero a Beyoncé y Bad Bunny los conocemos (casi) todos.
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Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.