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En la sociedad actual, la imagen y la apariencia física se han convertido en una obsesión cada vez más común. De ahí la proliferación de tratamientos y productos cosméticos, entre ellos, el popularísimo bótox.
Con el nombre científico de toxina botulínica, esta sustancia es una neurotoxina de origen natural producida por la bacteria Clostridium botulinum, que aparece en alimentos mal conservados y produce intoxicaciones alimentarias.
También se encuentra en algunos animales, como el pez globo o fugu, que la secreta para producir en sus potenciales depredadores una parálisis muscular que puede ser letal. Este pez está considerado como una delicatessen en la cocina japonesa, pero la presencia de la toxina botulínica en su piel y órganos internos vuelven extremadamente peligroso su consumo. Solo puede prepararlo y servirlo un chef altamente capacitado y con una licencia especial.
Un veneno con efectos terapeúticos
El mecanismo de acción de la toxina botulínica se basa en su capacidad para bloquear la liberación de acetilcolina, un neurotransmisor esencial para la contracción muscular. Como resultado, el músculo se relaja temporalmente y pierde su capacidad de producir contracciones involuntarias o espasmos.
En medicina estética, este efecto paralizante se utiliza para reducir las líneas de expresión.
A pesar de que su uso está asociado a –en ocasiones desafortunados– retoques estéticos, el bótox también se emplea para combatir diversos trastornos, incluyendo espasmos musculares, migrañas crónicas, incontinencia urinaria y sudoración excesiva, entre otros muchos. Está, por tanto, considerada como una sustancia segura y efectiva cuando es administrada por un profesional.
Sin embargo, un reciente estudio de la Universidad de Irvine (California) sugiere un sorprendente efecto secundario del bótox sobre el procesamiento de las emociones. Su origen estaría en los mecanismos más básicos que emplea el cerebro para reconocer las expresiones de las personas que nos rodean.
El valor de las microexpresiones
Sin la mediación de la palabra y simplemente empleando un variado repertorio de muecas, sonrisas, ceños fruncidos, pestañeos y gestos oculares, se pueden comunicar un sinfín de emociones, como el miedo, la ira, la tristeza y la felicidad. También información social y de estatus, como la sumisión o la agresión.
De esta forma, las expresiones faciales –especialmente las microexpresiones, que duran sólo una fracción de segundo– pueden revelar emociones a nuestros interlocutores incluso antes de que sepamos conscientemente qué sentimos.
Pero ¿qué sucede si se reduce nuestra capacidad de gesticular? Claramente podríamos pensar en un obstáculo para comunicarnos. Esto se puso de manifiesto durante la pandemia de covid-19, cuando el uso generalizado de mascarillas repercutió negativamente en la calidad de las interacciones sociales.
De igual forma, el bótox disminuye la movilidad de los músculos faciales, limitando nuestra capacidad para expresar emociones de manera natural y completa.
Hasta aquí todo parece tener sentido, pero es que además el mencionado trabajo describe un asombroso efecto en la facultad de la persona que recibe la toxina botulínica para reconocer e interpretar las emociones de los demás.
¿Y qué ocurre si no podemos fruncir el ceño?
Para comprender cómo nuestros propios gestos afectan a la interpretación emocional, los investigadores midieron la actividad cerebral en 10 mujeres de entre 33 y 40 años a las que se inyectó bótox para inducir parálisis temporal del músculo responsable de fruncir el ceño, conocido como músculo glabelar.
Los investigadores registraron la actividad cerebral de estas voluntarias mientras observaban imágenes de rostros que mostraban distintas emociones (alegría, tristeza, enfado, etc.) antes y después de recibir el tratamiento. Inesperadamente, los resultados mostraron cambios en la actividad de la amígdala, una región cerebral clave para reconocer e interpretar las emociones.
¿Cómo es esto posible? Los autores del trabajo sugieren que restringir nuestras propias gesticulaciones podría dificultar la llamada retroalimentación facial. Según esta teoría, cuando vemos una cara enfadada o feliz, contraemos o flexionamos los músculos correspondientes para recrear la expresión y ayudarnos a identificar la emoción reflejada.
Entonces, la prevención del ceño fruncido con el bótox impediría la formación de estas microexpresiones, afectando al procesamiento de las caras emocionales.
El estudio aporta nuevas evidencias a una creciente línea de pensamiento que sugiere que la inhibición de la contracción del músculo glabelar altera la actividad neural implicada en el procesamiento emocional. Además, estos resultados nos ayudan a comprender mejor cómo interpreta el cerebro las emociones.
La capacidad de leer correctamente los gestos de los demás es esencial para la comunicación y la interacción social efectivas. Hasta el punto de que los defectos en el reconocimiento de la expresión facial son considerados uno de los principales síntomas de los trastornos sociales, como el autismo.
Los problemas para interpretar las señales sociales pueden dificultar el establecimiento de relaciones y la construcción de una red social sólida. Aunque se necesita más investigación para confirmar los hallazgos y comprender mejor el papel del bótox en la interpretación de las emociones, es importante sopesar sus posibles (e inesperados) efectos secundarios a la hora de considerar someterse a este tipo de tratamientos.
Sandra Jurado does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organization that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.