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¡Estoy más aburrido que una ostra!
Esta coloquial expresión la utilizamos para despreciar un estado muy especial de ánimo relacionado, básicamente, con el tedio y el hartazgo que genera la inactividad.
Sin embargo, no responde a la realidad biológica de esos bivalvos. De hecho, y muy en contra de lo que su tranquila apariencia indica, las ostras esconden un pasado aventurero de lo más sorprendente.
El origen de su fama
Las ostras llevan arrastrando esta pésima reputación social (que no gastronómica) desde los inicios de nuestra civilización. Basta con recordar la ley del ostracismo que, instituida por Clístenes en la Atenas del siglo V a. e. c., condenaba al destierro a los ciudadanos que la soberanía popular consideraba nocivos o peligrosos.
El término en sí hace referencia a las ostras en un doble sentido. Por una parte, los votos se escribían sobre un óstrakon (ὄστρακον), es decir, una superficie dura que normalmente era una concha de ostra, almeja o cualquier otro bivalvo robusto (incluso trozos de cerámica o cáscaras de huevo). Se debía a que el papiro, que había de ser importado de Egipto, era un lujo demasiado costoso que se reservaba para escrituras más nobles.
Por otro lado, el ostracismo implicaba una segunda alusión a nuestros bivalvos: la condena suponía la privación de algo tan imprescindible para un animal netamente social como eran sus relaciones personales y profesionales.
Con una ostra, pues, se le condenaba al reo a estar solo y aburrirse, precisamente, “como una ostra”.
¿Por qué ser ostra es aburrido?
La fisiología de un animal está condicionada por la posesión de un determinado bauplan, esto es, su funcionamiento y sus relaciones con el medio están limitados por su morfología. Si lo quieren en lenguaje más entendible, “se hace lo que se puede”, y la forma de las ostras no aventura posibilidades muy sugerentes.
Estar encerrado en un caparazón de duro, rígido y pesado carbonato cálcico no parece, de entrada, un buen punto de partida para montarse muchas juergas. Se trata de un plan arquitectónico que, en el caso de algunos bivalvos adultos como Tridacna gigas, puede llegar a pesar varios cientos de kilos, con lo que sus posibilidades de movimiento y desplazamiento están muy constreñidas.
Además, algunas especies de este grupo viven fijas al sustrato a través de un biso (ese “estropajillo” de los mejillones) que garantiza aun más su inmovilidad. Otras eligen una forma alternativa de alejarse del mundanal ruido y se entierran de por vida en fondos arenosos o fangosos. Tan solo garantizan su supervivencia sacando unos sifones con los que, a modo de periscopios, acceden al oxígeno y partículas alimenticias del agua.
Con esta puesta en escena, nada hace pensar en una vida social intensa y sugerente. En principio, la diversión ni está ni se le espera.
Pero no siempre ha sido así…
Una juventud oculta, polifacética y transgresora
Con la salvedad de que son más pequeños, más cabezones, más indefensos y con rasgos más suavizados, nuestros bebés nacen prácticamente iguales a sus progenitores. Por eso nos cuesta tanto pensar en ciclos de vida radicalmente diferentes, donde los hijos se parezcan mas a un alienígena que “a papá” o “a mamá”.
Pero la realidad es que la mayoría de las especies animales tienen ciclos vitales mucho más complejos que el de los mamíferos euplacentados. Estos ciclos implican el paso por fases larvarias cuyas anatomías son completamente distintas a la de los adultos. Tanto es así que, a veces, nos parece increíble que pertenezcan al mismo individuo. Ni morfología, ni hábitat, ni alimentación, ni forma de desplazarse o de relacionarse nos hacen pensar que se trate del mismo animal que el que observábamos días (incluso horas) antes.
Algo así les ocurre a las ostras. Su primera fase larvaria es todo un espectáculo. Me refiero a la larva trocófora, con una morfología a modo de peonza (de ahí su nombre) que le permite desplazarse a toda velocidad por el agua como parte del plancton. Ornamentada de forma muy curiosa, es de lo más fashion de todo el elenco zoológico. Con su banda de cilios central a modo de “falda hawaiana” y un erecto penacho de cilios apical que recuerda al punk londinense, nada libremente adentrándose en nuevos territorios vetados a sus mayores.
La segunda no se queda atrás en cuanto a sus ansias de vivir la vida: la larva velíger. También planctónica, y ya con una concha incipiente, utiliza su velo (un órgano compuesto de dos lóbulos grandes ciliados) para nadar activamente. Durante su largo periodo de vida, encarna el papel de exploradora por excelencia de nuevos territorios, lo que contribuye de forma muy significativa al aumento del área de distribución de la especie.
A toda velocidad a lomos de un pez
Por si fuera poco, en algunas familias de bivalvos (Unionidae y Margaritiferidae) hay que añadir una tercera fase larvaria, la gloquidio. A ésta le van las actividades de riesgo. Con sus ganchos y su filamento adhesivo, se anclan a aletas y cavidades branquiales de peces para conseguir desplazamientos a grandes velocidades. Se trata de una tercera manera de conocer mundo, esta vez “gorroneando” el coste energético, que corre a cargo del pez que propulsa el movimiento.
Pero esta intensa, fascinante y divertida vorágine de actividad no dura para siempre. Cuando les llega el momento de “sentar la cabeza”, las larvas se toman la expresión al pie de la letra. Se dirigen al fondo, abandonan la excitante vida pelágica y se acomodan para transformarse en tranquilos, sosegados, apacibles y serenos adultos bentónicos. En está nueva fase vital, poco les interesa nada salvo comer y generar gametos que cierren el ciclo.
Si estuviese en su mano, muy posiblemente las ostras colgarían el letrero de “no molestar” en la superficie de su concha.
No es que sean aburridas, es que deben estar agotadas.
A. Victoria de Andrés Fernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.