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Una de las lecciones que nos enseñó la pandemia fue la oportunidad de hacernos conscientes de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Por ello se hizo visible la trascendencia de las actividades profesionales –y no profesionales– que tienen que ver con los cuidados en nuestras sociedades y que actúan como base de nuestro Estado de bienestar.
Entre otras, se pusieron en valor las profesiones sociosanitarias y aquellas que se dedican al acompañamiento de las personas. Un antecedente de apoyo social, si queremos más materialista, se había producido en la crisis económica de 2008, en la que millones de personas pudieron sobrevivir de forma digna gracias a la protección (vivienda, alimentación, recursos…) que recibieron de los circuitos de intimidad.
La ayuda intergeneracional y familiar (abuelos, padres, hijos, nietos, hermanos, amigos…) en esos escenarios de convivencia palió la situación de muchas personas desahuciadas, paradas o en situación de pobreza.
Los que cuidan y los que son cuidados
En una relación de ayuda existen dos actores principales: los sujetos, familias, colectivos o comunidades que tienen todos los derechos a recibir cuidados, y las personas prestadoras de esos cuidados.
Durante mucho tiempo las tareas de los cuidados han permanecido demasiado ocultas, han sido realizadas en su mayoría por mujeres, y generalmente sin remuneración alguna. Han sido actividades circunscritas al terreno de lo privado, muy condicionadas al parentesco y la amistad, casi siempre en el ámbito del hogar. El arrinconamiento de los cuidados al círculo más íntimo ha diluido su importancia y ha propiciado una cierta miopía respecto a la responsabilidad de la sociedad en esta materia.
Sin embargo, este sector ha ido profesionalizándose, aunque de forma lenta y precaria. Según el Barómetro del Observatorio Vasco del Tercer Sector en 2021, solo un 56,5 % de las organizaciones sociales cuenta con personas remuneradas en sus equipos y solamente en el 14,4 % de dichas entidades el personal remunerado es mayoría.
Falta de derechos económicos y sociales
La radiografía de las personas que realizan cuidados evidencia estos datos. Se trata de un colectivo con escaso reconocimiento social, que a su vez esconde las condiciones de falta de derechos económicos y sociales en las que viven. Es una actividad muy feminizada, precaria, con gran carga de trabajo y mayoritariamente enmarcada en la economía sumergida. Además, casi siempre son tareas realizadas por personas migrantes, mujeres de clases populares o de bajo nivel formativo.
Vivimos en sociedades cuyos individuos siguen columpiándose en el binomio rígido y encorsetado del ocio-negocio. Sociedades centradas en producir, consumir y entretenerse con lo material. Sociedades que buscan su desarrollo, crecimiento y progreso en un círculo vicioso que gira en su rueda de hámster sin mirar a su alrededor. Sociedades que ven borroso –o no ven– cuando miran lo que les rodea. Personas cuya empatía para compartir el sufrimiento con el otro está poco afinada, aunque solo sea por el mero hecho de anticipar su propio futuro en el que, sin duda, requerirán de marcos de convivencia colectivos en los que recibir cuidados.
La realidad exige un nuevo enfoque, una nueva lente desde la que mirarla. El actual escenario nos está mostrando que nuestras sociedades envejecen. El Informe de Proyecciones de Población del Instituto Nacional de Estadística señala que en 2050 más del 30 % de la población española será mayor de 65 años. Pero hay otros colectivos que también requieren de ayuda: personas con diversidad funcional, con enfermedad mental, con algún tipo de patología o de necesidad económica, migrantes…
La necesidad de humanizar las relaciones
En este contexto de crisis económica, política y social, cada vez se hace más necesaria una convivencia basada en nuevos valores (acogimiento, solidaridad, acompañamiento, refugio…) que permitan humanizar nuestras relaciones y no convertirlas en una mera transacción de servicios. Pero, como recalca la red del tercer sector en Euskadi Sareen Sarea en su informe de 2021, a la vez resulta clave un sistema de servicios sociales, de responsabilidad pública e iniciativa compartida que sepa institucionalizar y profesionalizar de forma justa las actividades de los cuidados desde el rigor, los derechos y el tratamiento digno, tanto a la persona que debe ser cuidada como a su cuidadora.
Para que se cumpla este deseo, el compromiso debe ser triple:
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De las instituciones, dedicando recursos y ampliando su cartera de servicios y subvenciones para garantizar una atención integral, suficiente y de calidad.
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De las empresas, propiciando la conciliación familiar de sus empleados o formulando más propuestas en las que los beneficios refuercen el vínculo con su comunidad y entorno.
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De la ciudadanía, adquiriendo un mayor compromiso comunitario desde la gratuidad y la solidaridad.
De no ser así, como señala la Estrategia Estatal de Cuidados del Ministerio de Igualdad, el sector de los cuidados continuará sosteniendo de forma precaria una sociedad que se tambalea ante las deficiencias estructurales del sistema.
Este artículo ha sido elaborado en colaboración con Aida Victoria Fernández Aguirrezabal
Juan I. Pagola Carte no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.