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Perú ha pasado en los últimos diez años de ser el “tigre andino” (uno de los países latinoamericanos con mejores perspectivas económicas futuras) a una de las democracias con un estado de salud más preocupante de la región.
El freno en 2014 a sus altas tasas de expansión económica y las revelaciones a partir de 2016 de la implicación de importantes políticos en la trama de corrupción de Odebrecht pusieron en evidencia la precariedad de la estabilidad del país andino.
Pedro Pablo Kuczynsky, el presidente en ejercicio en el momento en el que estalló el affaire Odebrecht, fue sometido a una moción de censura por el Congreso en 2018, entre acusaciones de corrupción que iban más allá de ese caso. Desde entonces, cuatro presidentes desfilaron por el cargo en tan solo cuatro años. Todos fueron incapaces de afrontar los graves problemas que afectan al país: la débil implantación de los partidos políticos en la sociedad civil, la baja calidad de los servicios públicos básicos, una extendida corrupción o preocupantes niveles de inseguridad ciudadana.
El último presidente “fallido”
De esos presidentes “fallidos”, dos fueron destituidos por un Congreso en extremo fragmentado y caracterizado por las alianzas volátiles, en las que cuentan más los intereses individuales de los propios congresistas que los del electorado. El último de los mandatarios censurados fue Pedro Castillo, que en diciembre de 2022 fue desposeído de la presidencia. Se le acusó de haber intentado perpetrar un golpe de Estado.
Lo cierto es que esas acusaciones no carecían de fundamento. Castillo, que se autodefinía como “marxista leninista”, supo capitalizar en 2021 el voto del descontento. En su campaña electoral prometió acabar con las desigualdades, iniciar un proceso constitucional dirigido a empoderar a los sectores populares y limpiar instituciones clave como el Tribunal Constitucional, al que acusaba de “fallar en contra del pueblo” sistemáticamente.
Un discurso encendido, populista, pero que se demostró vacío de contenido en cuanto accedió al poder. En los apenas 18 meses que ostentó la presidencia no fue capaz de poner en práctica sus propuestas. Ni siquiera supo contentar a su base política en el Congreso. En un contexto de fuerte crispación social, de baja popularidad y de acoso parlamentario, Castillo decidió en diciembre de 2022 cerrar la cámara legislativa. Su objetivo: evitar la moción de censura que se estaba preparando. Pero fracasó en su intento.
Desgraciadamente, la destitución de Castillo no supuso el inicio de una nueva fase de regeneración política. Le sucedió en el cargo una exvicepresidenta suya, Dina Boluarte, quien a día de hoy es una de las dirigentes más impopulares de la historia reciente del país. Su negativa a convocar elecciones inmediatas le ha llevado a continuos enfrentamientos con la sociedad civil. Grandes manifestaciones han recorrido las calles del Perú exigiendo su renuncia en los últimos meses.
La presidenta, sin embargo, no ha dudado en recurrir a la violencia policial para acallar las protestas. Esa fuerte represión (que ha producido víctimas mortales) ha provocado una caída continua de sus índices de aprobación. Hoy apenas alcanzan el 10,5 %.
Esa crisis de credibilidad no se limita a la presidencia. También afecta a casi todas las instituciones clave del sistema. Según las últimas encuestas, el 91 % de la población está insatisfecha con el funcionamiento general de su democracia, el 90 % tiene una opinión negativa de los partidos políticos y del Congreso, un 73 % desconfía del poder judicial y un 63 % de las fuerzas del orden.
Estas cifras dramáticas tienen su reflejo en la baja calificación que la democracia peruana ha recibido por parte de medios de referencia como The Economist. En 2023, este medio ha pasado a considerar a Perú como un “régimen híbrido”, es decir, que mantiene una fachada democrática, pero que comparte demasiadas similitudes con regímenes autoritarios.
Las protestas no devuelven la democracia
El futuro de Perú es, de esta manera, poco esperanzador. No parece que de las protestas (excesivamente divididas) vaya a surgir un movimiento de regeneración democrática. Y no sería descabellado que la presidenta llegara a agotar su mandato, que expira en 2026. A pesar de su baja popularidad, cuenta con el importante apoyo de los empresarios del país. También con la ventaja de mantener un “pacto tácito” con un Congreso excesivamente influido por los grupos de interés y de presión. Este acuerdo consiste en dejar libertad de acción a la cámara a cambio de que esta deje al Gobierno tranquilo.
La consecuencia más grave de esta situación han sido los recientes intentos del Congreso de imponerse sobre organismos de control neutrales como el Tribunal Constitucional o el Jurado Nacional de Elecciones. Ese entendimiento entre el Ejecutivo y el Legislativo supone, por tanto, una auténtica perversión de lo que sería una responsable política de consensos y de checks and balances. En este caso más bien se podría hablar de un gran “pacto entre corruptos”.
Por ello, algunos algunos analistas de prestigio hablan ya de la posible “guatemalización” de Perú. Al igual que ha sucedido en Guatemala, temen que la arquitectura institucional del país andino acabe bajo el control de una élite corrupta, dispuesta a vaciarla de su contenido democrático y de explotarla en su propio beneficio.
En cualquier caso, lo único que está claro es que Perú se encuentra desde hace tiempo en una pendiente resbaladiza hacia un futuro incierto. Cada vez más desprovisto de amarres, el peligro de entrar en una dinámica de caída libre es más que real.
Jose Manuel Ferrary Merino no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.