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Las bandas tienen una presencia estable en América Latina. Han existido de forma reiterada como agentes de poder, actores económicos ilícitos y saboteadores de los procesos de desarrollo de varios países. Y sin embargo, a pesar de su influencia, nunca han sido consideradas elementos lo suficientemente fuertes como para hacer tambalear el sistema.
Si avanzamos hasta nuestros días, nos encontramos con un panorama totalmente nuevo. Las bandas criminales han alcanzado más protagonismo que nunca. Desde países insulares como Jamaica y Trinidad y Tobago hasta grandes potencias económicas como Brasil y México, su amenaza se está extendiendo rápidamente.
En algunos casos, han llegado a desafiar la existencia misma de los gobiernos de la región. Las bandas criminales de Haití derrocaron al gobierno a principios de 2024 y tomaron el país como rehén. Y en Ecuador, que en su día fue alabado como uno de los países más seguros de Latinoamérica, el gobierno está librando una batalla por su supervivencia contra unas pandillas que están usurpando rápidamente el poder del Estado.
Las bandas se han convertido en un problema tan grave que están perjudicando los resultados económicos de la región. Las investigaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) sugieren que reducir el nivel de delincuencia en América Latina a la media mundial aumentaría el crecimiento económico anual de la región en 0,5 puntos porcentuales. Es decir, alrededor de un tercio del crecimiento de América Latina entre 2017 y 2019.
Los grupos criminales han sido durante mucho tiempo un tema olvidado. Pero ya no. En medio de la creciente preocupación por la inseguridad y el bajo nivel de confianza en la policía, los gobiernos de algunos países de América Latina y el Caribe están promulgando estados de emergencia, poniendo en marcha políticas que normalmente no estarían autorizados a hacer, para proteger a sus ciudadanos.
Conocida coloquialmente como mano dura, este planteamiento implica suspender los derechos fundamentales de la ciudadanía otorgando a los militares y a las fuerzas del orden la potestad de detener, encarcelar y deportar a cualquier persona que se descubra implicada en bandas delictivas. También deniega el acceso a medidas legales para establecer el derecho de la persona detenida a un juicio justo y abierto.
Autoritarismo expansivo
Estas medidas fueron introducidas en Latinoamérica en marzo de 2022 por el carismático aunque controvertido presidente de El Salvador, Nayib Bukele. Tras un repunte de la violencia entre bandas que dejó 87 muertos en un solo fin de semana, Bukele restringió el derecho a ser informado del motivo de la detención y a tener acceso a un abogado en el momento de ser detenido.
En febrero de 2024, más de 76 000 personas –casi el 2 % de la población salvadoreña– habían sido detenidas en virtud de las disposiciones gubernamentales. Los críticos han denunciado la represión como una grave violación de los derechos humanos. Las tropas han detenido a personas por tener tatuajes o por vivir en barrios pobres, lo que ha llevado al encierro de miles de inocentes en las abarrotadas cárceles salvadoreñas.
En lugar de tomar medidas para impedir las detenciones abusivas, Bukele ha respaldado públicamente a las fuerzas de seguridad. También hay pocos jueces independientes en el país después de que el partido de Bukele aprobara una reforma en 2021 que otorgaba al Tribunal Supremo el poder de destituir a los jueces y obligarlos a jubilarse.
Sin embargo, mucha gente en El Salvador ha acogido la represión con los brazos abiertos.
Gracias a la mano dura de Bukele contra las bandas y el crimen organizado, El Salvador ha pasado de ser la capital mundial del crimen a uno de los países más seguros de América Latina. En febrero, Bukele fue reelegido con una mayoría aplastante.
Ecuador sigue la estela de Bukele
La política de mano dura está ganando adeptos en toda la región. A finales de abril de 2024, los ecuatorianos votaron a favor de continuar con el estado de excepción en un referéndum nacional. Esta medida otorga al presidente Daniel Noboa el poder de desplegar soldados en las calles para luchar contra “la violencia alimentada por las drogas y extraditar criminales al extranjero”.
Es raro que los ciudadanos de las democracias exijan voluntariamente medidas autoritarias en su estructura de gobierno. El único ejemplo reciente ocurrió en 2018, cuando protestas masivas recorrieron América Latina. Las protestas llevaron a más sudamericanos a ver la gobernanza autocrática como una necesidad para mantener la ley y el orden.
Del mismo modo, el actual apoyo generalizado a las intervenciones de mano dura es producto de dos factores. La población que sufre se encuentra en un punto de hartazgo. Y existe el convencimiento de que solo las medidas autoritarias extremas pueden hacer frente a los retos planteados por las bandas.
La capacidad de muchos Estados latinoamericanos para proteger –y no digamos promover– sus valores fundacionales se está viendo comprometida por la violencia de las bandas. Con este telón de fondo, no es de extrañar que la lucha para reducir el poder y la influencia de los grupos criminales esté ganando adeptos.
Es demasiado pronto para predecir si otros Estados latinoamericanos que viven bajo la amenaza de las bandas reproducirán plenamente el modelo salvadoreño y ecuatoriano. Sin embargo, países con tasas de homicidio incluso muy bajas como Bolivia, Argentina y Chile han adoptado ya algunas políticas de mano dura.
El “modelo Bukele” está ganando adeptos y probablemente se convierta en una opción política mayoritaria en esta región.
Amalendu Misra no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.