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Napoleón Bonaparte y Adolf Hitler tuvieron trayectorias militares paralelas: ambos sufrieron derrotas catastróficas en Rusia sin lograr capturar su capital. Esta similitud no es solo un dato curioso de la historia, sino una profunda lección sobre los límites del poder militar y las consecuencias de subestimar la resistencia y las condiciones adversas, intoxicaciones alimentarias incluidas.
Dos campañas paralelas
En junio de 1812, Napoleón emprendió su célebre campaña contra Rusia con la Grande Armée, hasta ese momento considerada invencible. Buscaba forzar al zar Alejandro I a reincorporarse al Bloqueo Continental, cuyo propósito era asfixiar económicamente a Gran Bretaña.
No obstante, la táctica de tierra quemada empleada por los rusos, la inmensidad de su territorio, las condiciones climáticas extremas y la sólida resistencia de los defensores mermaron las fuerzas de Napoleón, obligándole a realizar una retirada catastrófica. Fue el principio del fin de su imperio.
Casi 130 años después, Hitler cometió un error sorprendentemente similar. En junio de 1941, confiado en una rápida victoria, lanzó la invasión de la Unión Soviética –la Operación Barbarroja–, que se convirtió en el frente más grande y sangriento de la Segunda Guerra Mundial.
Al igual que Napoleón, Hitler subestimó la dureza del invierno ruso, así como la capacidad de resistencia del Ejército Rojo y el pueblo soviético. A pesar de las victorias iniciales, el ejército alemán no logró tomar Moscú y finalmente fue derrotado, lo que también marcó un punto de inflexión en la II Guerra Mundial.
Los factores ya citados –el clima extremo y la resistencia de los defensores rusos– fueron sin duda decisivos en las campañas militares. Sin embargo, hace algunos años se descubrió un nuevo e inesperado aliado de los rusos: los hongos contaminantes de los alimentos.
En concreto, fueron dos especies de hongos las que parecieron desempeñar un papel crucial: el cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea) y una especie del género Fusarium. Las sustancias tóxicas que generan se transmiten a través de los alimentos contaminados.
Gangrena, convulsiones y otros estragos del cornezuelo
Empecemos por el primero de ellos: Claviceps purpurea. Este hongo parásito infecta los cereales –y, en especial, al centeno– generando unas estructuras duras y oscuras denominadas esclerocios que reemplazan los granos del vegetal afectado. Dentro de los esclerocios se encuentran los alcaloides, un grupo de potentes micotoxinas que pueden causar graves problemas de salud cuando son consumidas.
Estos compuestos son responsables de una enfermedad que apareció con fuerza en la Edad Media: el ergotismo. También se conoce como “fuego de San Antonio” o “mal de los ardientes”, debido a los intensos ardores que provoca.
El ergotismo puede ser gangrenoso o convulsivo. La primera modalidad ataca al sistema circulatorio, provocando una vasoconstricción severa capaz de provocar una gangrena en alguna de las extremidades. En el segundo tipo de ergotismo se ve afectado el sistema nervioso central, originando síntomas como convulsiones, alucinaciones, dolores de cabeza y espasmos.
A lo largo de la historia, las epidemias de ergotismo han causado la muerte y sufrimiento de miles de personas, especialmente cuando el centeno contaminado era una parte importante de la dieta.
Así actúa la toxina T2
El otro agente microscópico presente en las campañas de Hitler y Napoleón fue T2, una potente micotoxina producida por varias especies de hongos del género Fusarium, como Fusarium sporotrichioides. Es parte de un grupo de compuestos conocidos como tricotecenos, tóxicos tanto en humanos como en animales.
Además, al ser un patógeno de plantas, puede contaminar una amplia gama de cultivos agrícolas, incluyendo cereales como el centeno. La ingestión de alimentos contaminados con la toxina T2 puede producir inmunosupresión, daños en la piel y membranas mucosas, vómitos, diarrea y, en casos severos, la muerte.
Agentes microscópicos combatiendo en primera línea
Durante años, la contaminación del pan con alcaloides ergóticos, en Europa Occidental y Central, y de la toxina T-2, en Rusia y en Europa del Este, fue algo bastante común.
En su libro Poisons of the Past: Molds, Epidemics, and History, la historiadora estadounidense Mary Kilbourne Matossian sugiere que, durante la llamada Pequeña Edad de Hielo (aproximadamente entre 1300 y 1850) y en los meses de la Operación Barbarroja, el ambiente inusualmente frío creó las condiciones ideales para la proliferación de hongos como Claviceps purpurea y Fusarium. Este fenómeno habría agravado las dificultades logísticas y sanitarias que enfrentaron las tropas de Napoleón en 1812 y los soldados alemanes en 1941.
Efectivamente, durante la Pequeña Edad de Hielo, las temperaturas bajas en abril favorecían la producción de la toxina T-2 por hongos Fusarium, mientras que en enero promovían la formación de alcaloides tóxicos por cornezuelo del centeno.
En el caso del Claviceps purpurea, hay que añadir que la contaminación se producía por una gran diversidad de toxinas. Un estudio dirigido por la investigadora rusa M. Sarkisova, citado por Matossian, encontró que el 44 % de 529 cepas analizadas producían alcaloides con una amplia variedad de estos compuestos.
“El mal que retuerce”
En Rusia, el ergotismo –que se conocía como “el mal que retuerce”– se identificó por primera vez entre 1785 y 1786 en el río Desná, siendo oficialmente reconocido en 1797 por un médico que vinculó esta enfermedad con la descrita anteriormente por el médico francosuizo Simon André Tissot.
Sin embargo, hasta 1840 el gobierno ruso no aceptó esta conexión, puesto que la confundían con escarlatina, difteria, pelagra o escorbuto. Por fin, en 1943, las autoridades de ese país la clasificaron como leucopenia tóxica alimentaria.
En definitiva, dos diminutos hongos podrían haber ayudado a cambiar las tornas en dos episodios clave de la historia.
Jose Miguel Soriano del Castillo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.