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Somos muchos los que hemos tenido la enorme suerte de visitar la Academia florentina y contemplar una de las esculturas más emblemáticas del Renacimiento: el David del gran Miguel Ángel Buonarroti. A pesar de tratarse de una obra maestra y una de las manifestaciones artísticas más globalmente conocidas y encumbradas por críticos y estudiosos de las bellas artes de todos los tiempos, me voy a referir a ella de una forma muy poco convencional.
La excentricidad radica en que no me voy a centrar en la obra en sí misma sino en el pasillo que hay que recorrer hasta llegar a la sala circular que la alberga.
En ese transecto se exhiben cuatro esculturas conocidas como Los Prisioneros o Los Esclavos: El esclavo joven (Lo schiavo giovane), El Atlante (Atlante), El prisionero despertándose (Prigione che si ridesta) y El esclavo barbudo (Prigione barbuto).
Las cuatro fueron pensadas originalmente para la tumba del papa Julio II como complemento compositivo de la figura principal: el Moisés (otra obra brutalmente maestra del artista, visitable en la romana San Pietro in Vincoli).
Sin embargo, nunca llegaron a ocupar el lugar para donde fueron diseñadas debido a esas luchas de poder que parecen ir acompañando a las familias pudientes desde siempre.
En cualquier caso, Miguel Ángel no las terminó y esa circunstancia nos viene al pelo: nos permite adentrarnos en una de las anécdotas más célebres de la Historia del Arte. Me refiero a la frase atribuida al maestro cuando, ante el asombro por la perfección formal que suscitó La Piedad, el jovencísimo escultor fue preguntado acerca de la técnica empleada para transformar un monumental bloque de mármol de Carrara en una monolítica talla de total y absoluta belleza y maestría.
La respuesta no pudo ser más contundente:
“La escultura ya estaba dentro de la piedra. Yo, únicamente, he eliminado el mármol que sobraba”.
El acierto de quitar lo que sobra
Ahí, muy posiblemente, nació su leyenda. A partir de ese momento, y siendo tan sólo un joven de 23 años, empezaron a referirse a él como “el divino”. Curiosamente, esa manera de trabajar “liberando la obra de la materia sobrante” es la que podemos contemplar de forma directa en los bloques de Los Esclavos, donde la técnica del non finito nos posibilita ver, en directo, cómo “sacaba” la excelsa figura de un amorfo y vulgar trozo de piedra.
Pues bien, esta idea no deja de asaltarme cada vez que contemplo al microscopio el proceso de formación de un embrión.
Explicaré por qué. Muchos de los procesos implicados en el origen de las estructuras que configuran nuestra anatomía tienen lugar con la implicación de los denominados fenómenos apoptóticos. La apoptosis es un proceso asombroso que consiste en la destrucción celular codificada (y, por lo tanto, programada y provocada por el propio organismo), con el fin de controlar su desarrollo y crecimiento. Por hacer el término más coloquial, se trata de una especie de “suicidio” por parte de células que se “inmolan” por el bien del conjunto biológico al que pertenecen.
Esta muerte cronoprogramada, además, no tiene ningún efecto contraproducente para el organismo. En eso se diferencia completamente de las células que “mueren” debido a traumatismos, venenos, agentes infecciosos o quemaduras (entre otros daños no previstos de los tejidos). En todos estos otros casos hablaríamos de necrosis, de una destrucción accidental de las células que lleva a la dispersión del contenido intracelular, con la consecuente generación de las temidas y contraproducentes inflamaciones.
Por el contrario, los procesos apoptóticos no tienen indeseables “efectos colaterales”. Simplemente actúan como el cincel y las martillinas de Miguel Ángel: eliminando lo que sobra porque, realmente, “sobra”. Es un proceso complejo bioquímicamente (pero fascinante estéticamente) que nos permite contemplar cómo el “diseño planificado” en los genes del individuo que se está formando (el boceto del escultor), se lleva a cabo de una forma precisa y perfecta por la apoptosis (los golpes de cincel).
Por ejemplo, los primeros estadios de desarrollo de nuestras manos tendrían un aspecto de muñones más o menos amorfos. Sin embargo, y gracias a la eliminación de las membranas interdigitales mediantes fenómenos de apotosis, se va configurando progresivamente el aspecto alargado definitivo de nuestros dedos al ir desapareciendo la biomasa celular existente entre ellos.
La formación de las terminaciones sinápticas entre las neuronas de nuestros fetos se originarían de una forma similar. Y lo mismo sucede con la reabsorción de estructuras ya diferenciadas como las colas de los renacuajos cuando se están transformando en ranas adultas.
Toda una vida autoesculpiéndonos
Por otra parte, la apoptosis no sólo nos “configura la vida” al perfilar nuestra morfología. También nos ayuda a seguir vivos en nuestra etapa postembrionaria.
Les pongo algunos fascinantes ejemplos.
Las células que han sido infectadas con virus, y que han sido rápidamente interceptadas por nuestros linfocitos T citotóxicos, se autodestruyen por un proceso de “inmolación” apoptótica.
También la mayoría de células con ADN lesionado (y, por lo tanto, peligrosas de poder terminar generándonos un cáncer), incrementan sustancialmente la producción de proteína p53, un poderoso inductor de la apoptosis, autoeliminándose para evitar la formación de procesos neoplásicos de una forma completamente natural. De hecho, las mutaciones en los genes que codifican esta proteína producen una variante defectuosa de p53 que a menudo se detecta en las células cancerosas.
Aunque sin duda le habrán dado mil y unas razones histórico-artísticas para visitar la espectacular Florencia, después de leer este artículo, ya pueden incluir entre sus argumentos de admiración por el arte florentino los de naturaleza puramente biológica.
Pero les advierto que el elevado ritmo cardíaco, la felicidad, las palpitaciones y los sentimientos de emoción que caracterizan al individuo expuesto a obras de arte extremadamente bellas (el síndrome de Stendhal) se les pueden quedar cortos.
A. Victoria de Andrés Fernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.