Vea También
Cabellos dorados como el sol, labios tan rojos como el coral, dientes como perlas y piel tan brillante como el cristal. Estas imágenes que describían la belleza femenina fueron habituales en la poesía europea, especialmente durante el Renacimiento. Basta pensar, por ejemplo, en las obras de Botticelli.
Pero ¿de dónde proviene este canon estético tan reconocible y cómo evolucionó a lo largo de la historia de la literatura?
Los orígenes y la consolidación del canon
La poesía culta ha sido, a lo largo de la historia, compuesta principalmente por hombres. Esto explica que uno de los principales temas, el del amor, se desarrollara a partir de la descripción de la belleza de la amada. Francesco Petrarca, escritor italiano del siglo XIV, creó un código poético que se desarrolló con extraordinario éxito por Europa en los siglos XVI y XVII. En su Cancionero, dedicado a una dama llamada Laura, consolidó un canon estético que ya contaba con antecedentes.
Algunos elementos que configuraron este canon de belleza femenino aparecen ya en la poesía griega y en la poesía latina. Así sucede con el contraste entre rojo y blanco para el rostro, que encontramos en Homero o Virgilio.
Durante la Edad Media, y especialmente en la lírica provenzal, se desarrolló el concepto de amor cortés. En este tipo de poesía el caballero se enamora de una dama de alta posición y se dedica a servirla con lealtad y devoción. Se trata de un amor ideal, casi siempre inalcanzable.
En la Italia del siglo XIII, los poetas del Dolce Stil Novo renovaron las formas de expresar un amor inalcanzable. Estos poetas, entre los que se encontraban Dante Aligheri, incidieron también en la idealización de la mujer, a la que muestran en sus poesías como una donna angelicata (o mujer angelical). Sin embargo, la descripción de atributos físicos de la amada no es muy frecuente.
Leer más: Dante, siete siglos de literatura popular
El código petrarquista
Petrarca se valió de elementos propios del amor cortés y del Dolce Stil Novo, pero creó un nuevo lenguaje poético. En él se empiezan a reflejar algunos de los elementos de la descripción de la belleza femenina que se harían populares durante el Renacimiento. En uno de sus sonetos más conocidos describe los cabellos de oro, los ojos brillantes y la voz angelical de su amada.
La influencia de Petrarca en la literatura europea eclosionó a principios del siglo XVI, especialmente en España, Francia, Portugal e Inglaterra. El canon de belleza se fue codificando y las mismas imágenes se repetían constantemente. Algunos elementos admitían variaciones: la piel era tan blanca como las azucenas, los lirios o los jazmines, y tan tersa como el cristal, el mármol o el marfil. Los cabellos, en cambio, solían ser siempre de oro.
Una belleza efímera
En ocasiones, los poetas reflexionaron sobre lo efímero de esta belleza y unieron el tópico de la descripción de la joven (descriptio puellae) con el tópico del carpe diem. En uno de sus poemas más famosos, Garcilaso de la Vega aconseja a una dama disfrutar de su belleza antes de que llegue la vejez:
“En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto […]
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto”.
Góngora, en un soneto del mismo tema, ya no dice que las partes de la joven sean tan bellas como la naturaleza, sino que la superan:
“Mientras por competir con tu cabello
oro bruñido el sol relumbra en vano”.
El canon va, con el tiempo, haciéndose cada vez más exagerado.
Un canon imposible
Por los textos de la época, sabemos también que este canon de belleza no era solo literario. Muchas mujeres deseaban imitar este ideal, que se relacionaba con una pertenencia a una clase social más elevada. Los afeites (maquillaje) estaban a la orden del día e incluso algunas damas llegaban a comer barro para conseguir una palidez con la que estar más hermosas.
Afortunadamente, la literatura también sirvió para mostrar lo superficial de este canon. Por ejemplo, Shakespeare, en uno de sus sonetos, dice que sabe que los ojos de su amada no son como soles, ni su boca como el coral, ni sus mejillas como rosas. Y, sin embargo, concluye:
“pero pienso que mi amada es tan única
como cualquier otra a la que han elogiado con comparaciones falsas”.
Manuel Piqueras Flores no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.