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Conoce todas las teorías. Domina todas las técnicas. Pero al tocar un alma humana, sé apenas otra alma humana.
Carl Jung.
El suicidio de un paciente es uno de los momentos más devastadores para cualquier profesional de la salud mental. Psicólogos y psiquiatras que dedican su vida a salvar otras, a menudo terminan siendo las segundas víctimas de esta tragedia. Aunque su formación y experiencia les permiten acompañar a otros en momentos difíciles, el dolor de perder a un paciente es algo para lo que pocos están realmente preparados.
La carga emocional invisible
Para muchos profesionales, la muerte por suicidio de un paciente trae consigo una avalancha de emociones difíciles de manejar. “Me sentí completamente hundida, como si hubiera fallado en mi misión de ayudar”, me ha confesado alguna colega con más de 15 años de experiencia. “Durante semanas no pude dejar de pensar en qué había hecho mal, qué señales no vi. Me preguntaba si podía haber evitado esa pérdida”.
Este sentimiento de culpa e impotencia no es aislado. Se estima que uno de cada tres psicólogos clínicos en España experimentarán el suicidio de un paciente a lo largo de su carrera, mientras que para los psiquiatras, el porcentaje asciende en torno al 50 %. Y aunque la atención se suele centrar en el dolor de las familias y amigos del fallecido, los profesionales también enfrentan su propio duelo, a menudo en silencio y sin los recursos adecuados para procesarlo.
Consecuencias profesionales y personales
Perder a un paciente por suicidio es asolador. Los profesionales suelen experimentar culpa, fracaso e impotencia. Es tremendo escuchar a tus compañeros cómo admiten que desde ese fatídico día, su relación con los pacientes cambió. Hace poco tiempo alguien me confesaba que sentía “una mayor ansiedad, una necesidad constante de asegurarme de que no me estoy perdiendo ninguna señal. Esa sensación de estar caminando sobre una cuerda floja es agotadora”.
El estrés postraumático secundario, la ansiedad y los episodios de insomnio son comunes entre los profesionales que han vivido el suicidio de un paciente. En muchos casos, el miedo a que la tragedia se repita merma la capacidad del terapeuta para seguir conectando de manera efectiva con otros pacientes, lo que impacta su bienestar emocional y, en última instancia, su práctica clínica.
El silencio y la falta de apoyo
A pesar de la mayor conciencia pública sobre la salud mental, el impacto del suicidio en los profesionales sigue siendo un tema tabú. El miedo a ser juzgado, a ser considerado incompetente o, incluso, a posibles denuncias legales, suele favorecer este terrible silencio. En un campo donde se espera que los terapeutas sean los pilares emocionales de sus pacientes, el reconocimiento del propio dolor es un desafío.
Por eso, la falta de protocolos de apoyo es una realidad a la que se enfrentan muchos psicoterapeutas. En España, solo el 20 % de los profesionales que han perdido a un paciente por suicidio reciben algún tipo de ayuda formal. Este vacío en el sistema deja a los profesionales lidiando con su dolor de forma individual, aumentando el riesgo de agotamiento emocional o incluso de abandonar la práctica. De hecho, más del 30 % de los psiquiatras que han experimentado la pérdida de un paciente por suicidio han considerado cambiar de especialidad médica o abandonar la práctica clínica.
Esto es tremendamente preocupante, ya que los servicios de salud mental en España están sobrecargados, con largas listas de espera.
Necesidad de un cambio urgente
Respecto al suicidio no solo importan las vidas que se pierden, sino también aquellas personas que quedan en el camino, como los profesionales de la salud mental, cuyas heridas, aunque invisibles, son profundas.
Es crucial que las instituciones y el sistema de salud reconozcan el impacto del suicidio en los psicólogos, psiquiatras y otros profesionales, y que proporcionen recursos adecuados para apoyarles. Esto incluye programas de supervisión clínica, acceso a terapia personal y la creación de redes de apoyo entre colegas para compartir sus experiencias y procesar su duelo.
La salud mental de quienes cuidan a otros debe ser una prioridad. Si queremos seguir ayudando a sostener las vidas de otras personas, también necesitamos que se nos cuide a nosotros.
No es un asunto trivial si hasta el 40 % de los psicólogos que han perdido a un paciente afirman que su capacidad para relacionarse con nuevos pacientes se ve afectada por miedo a que se repita la tragedia, y por tanto, padecen mayor ansiedad y estrés en su práctica diaria.
En un momento en el que la salud mental se vuelve un tema cada vez más visible, es fundamental que también cuidemos a quienes se dedican a preservar el bienestar de los demás. Porque, como decía Carl Jung, “al tocar un alma humana, debemos recordar que también somos apenas otra alma humana”.
Teresa Bobes-Bascarán no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.