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El microbioma intestinal humano regula funciones clave como la digestión, el metabolismo y la respuesta inmune, además de jugar un papel crucial en la protección contra patógenos y en la producción de vitaminas y otros compuestos beneficiosos. Un desequilibrio (disbiosis) en este ecosistema microscópico puede contribuir al desarrollo de enfermedades inflamatorias, metabólicas y autoinmunes, así como afectar al bienestar mental.
Los científicos que estudian el microbioma han puesto el punto de mira en nuevos componentes genéticos que antes no apenas habían sido explorados. Esto les está ayudando a entender mejor cómo interactúan las bacterias, los virus y unos elementos llamados plásmidos (pequeñas piezas de ADN que a veces las bacterias comparten entre ellas).
Material genético sin una función clara
Desde hace poco también están en el centro de atención los llamados viroides, pequeños elementos de material genético (ARN circular) que carecen de cubierta proteica y de capacidad para codificar proteínas. Las investigaciones basadas en mapas de genomas circulares han llevado a detectar, adicionalmente, fragmentos de ARN similares a viroides.
Y entre estos últimos, destacan los llamados obeliscos. De hecho, su detección en las bacterias de la boca y el intestino puede considerarse uno de los descubrimientos del año.
El hallazgo fue realizado por el grupo de investigación del Ivan N. Zheludev, del Departamento de Bioquímica de Stanford (EE. UU.), tras aplicar un programa bioinformático llamado Viroid Nominator (VNom) a los datos del Proyecto Integrativo del Microbioma Humano (iHMP). La nueva clase de agentes de ARN forman un grupo filogenético distinto e inédito. Además, están presentes en diversos ecosistemas microbianos, como es el caso del intestino humano.
Los obeliscos deben su nombre a que poseen una estructura secundaria compuesta principalmente por regiones con forma de varilla o de obelisco. Son ARN circulares y codifican una nueva superfamilia de proteínas conocidas como oblins, cuya función se desconoce.
La comunidad científica está dando importantes pasos para entender a los obeliscos. Así, el equipo de investigación de Frederico Schmitt Kremer, de la Universidad Federal de Pelotas, en Brasil, ha desarrollado una nueva herramienta bioinformática –Tormentor– para detectarlos con aún mayor eficacia que VNom.
Otro grupo de la Universidad de Duke (EE. UU.) ha revelado que están ampliamente presentes en el conjunto completo de moléculas de ARN de Streptococcus sanguinis SK36 –una bacteria común en la placa dental–, aunque no se encuentran en su genoma. Este dato es curioso porque implica que los obeliscos necesitan una célula huésped para replicarse; en este caso, la especie de Streptococcus mencionada.
Si a esto sumamos que estos entes biológicos pueden persistir en los individuos durante más de 300 días, podemos pensar que tienen efectos a largo plazo en sus anfitriones, pero seguimos sin saber si su presencia acarrea algo positivo, neutro o negativo. Esto abre un nuevo campo de estudios e, incluso, plantea la posibilidad de redefinir conceptos que quizá se han quedado obsoletos, como podría ser el caso del microbioma.
¿Microbioma o microgenobioma?
Se estima que el cuerpo humano alberga alrededor de 40 billones de bacterias, distribuidas entre los sistemas digestivo, respiratorio y genitourinario, entre otros. Teniendo en cuenta esta mareante cifra, y si la comparamos con los aproximadamente 30 billones de células que componen el cuerpo de un ser humano adulto, el descubrimiento de los obeliscos puede resultar trascendental.
Hasta ahora, el concepto de microbioma se restringe a microorganismos vivos como bacterias, virus o hongos, pero la aparición de los obeliscos deja incompleta esa definición, puesto que se trata de componentes genéticos que no tienen una estructura celular propia.
Probablemente, dentro de poco surgirá un concepto consensuado que tenga en cuenta no solo a los obeliscos, sino también a otros fragmentos genéticos llamados secuencias virales endógenas. Se trata de restos de virus que se han integrado en el ADN humano o que están presentes en los microorganismos del cuerpo, pero no forman virus completos ni activos. Este cambio de paradigma podría plantear que lo que ahora conocemos como microbioma pase a llamarse microgenobioma.
El escritor británico Aldous Huxley escribió: “hay un mundo, pero está ahí fuera”. Tal vez sería más apropiado decir, a tenor de los últimos descubrimientos, que “hay un mundo, pero está en nuestro interior”.
José Miguel Soriano del Castillo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.