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La gestión de crisis públicas como las de las danas sufridas en España hace unas semanas es una materia compleja en la que una adecuada organización resulta clave. Esto incluye recomendaciones tanto generales como concretas, según la etapa de desarrollo de la crisis.
¿Qué debemos tener en cuenta en la gestión de una crisis?
La literatura académica especializada señala que, en la gestión de este tipo de situaciones, las administraciones públicas deberían conseguir brindar un grado de protección adecuado a la población con decisiones informadas, a la vez que preservan su legitimidad.
Entre los factores que conviene tener en cuenta destacan el diseño de instituciones eficaces que actúen de forma transparente, informar a los ciudadanos evitando los efectos negativos de posibles problemas de coordinación y conseguir un equilibrio entre la gestión de riesgos a largo plazo con la eficiencia del día a día.
Además, la gestión de una crisis pública debe ser participativa. Eso implica que no solo debe establecer reglas de comportamiento, sino también ganarse la confianza de los ciudadanos (alineación de opiniones) para evitar problemas en la necesariamente rápida ejecución. De no lograrse, se podrían producir distorsiones importantes si los gestores que tienen el monopolio de la decisión no convencen a los que deben ejecutarla.
Menospreciar los peligros y las alertas puede tener consecuencias muy graves, pero al mismo tiempo un exceso de celo puede generar desconfianza en la ciudadanía, deslegitimando a las administraciones públicas e incentivando a la población a saltarse las normas para no incurrir en pérdidas.
Lo ideal es establecer grupos de trabajo que aprovechen las sinergias que se pueden obtener de la colaboración entre académicos y profesionales, así como entre los sectores público y privado, para ofrecer una respuesta adecuada.
A grandes rasgos se pueden establecer cuatro fases en la gestión de una crisis pública: la aparición de la crisis, la respuesta inmediata, la recuperación y el aprendizaje.
1. Fase de aparición
Una buena gestión en la fase de aparición de una crisis resulta crucial para minimizar daños y requiere contar con protocolos automáticos de detección temprana e información clara sobre las medidas a ejecutar.
Sin embargo, en ocasiones, el suceso tiene dimensiones distintas a las protocolizadas. En esos casos resulta fundamental disponer de mecanismos que permitan flexibilizar dichos protocolos para adaptarse a las circunstancias mediante la toma de decisiones rápidas y jerarquizadas.
A raíz de la crisis de la covid-19 emergió en la literatura académica de la administración pública una corriente que pone en valor el diseño de políticas que sean ágiles y flexibles en la gestión de este tipo de problemas.
El protocolo de esta fase debe incluir una cadena de mando pública, unos canales de información fiables y unos equipos de respuesta inmediata esenciales (de dimensión reducida).
No obstante, se debe reconocer que nunca se está preparado al cien por cien para una crisis de esta naturaleza, ya que las presiones para mejorar la eficiencia del día a día obligan a no mantener recursos ociosos.
En esta fase, en la que las decisiones y acciones se caracterizan por ser no repetitivas, es común cometer errores por la falta de entrenamiento y experiencia (es complicado entrenarse para gestionar este tipo de situaciones, dado el carácter extraordinario de las mismas).
Determinadas capacidades muy útiles en la gestión de este tipo de crisis, como son el pensar fuera de los esquemas o aprender rápido, se deben entrenar en tiempos de normalidad, para que en momentos difíciles se puedan poner en práctica.
2. Fase de respuesta inmediata
Esta fase es la más compleja y donde se pueden poner de manifiesto las principales carencias del sistema de gestión de crisis públicas. Aquí es esencial la coordinación y la transparencia.
La solidaridad ciudadana tiene que estar coordinada por las instituciones públicas y no debería sustituir, sino complementar, la atención que deben proveer las administraciones públicas. Lo mismo aplica para las múltiples ayudas económicas y de productos proporcionados por distintas organizaciones (empresas, medios de comunicación, entidades sin ánimo de lucro, etc.).
Parte de esta coordinación incluye hacer públicos qué tipos de productos se necesitan en las zonas más afectadas y cuáles son los criterios de cómo se reparte la ayuda, para finalmente ofrecer garantías de que la ayuda llega a las manos adecuadas.
La falta de coordinación y transparencia provoca que la información sea incompleta, pudiendo incurrir en contradicciones y en la aparición de bulos. Esto se verá favorecido por la enorme presión mediática y social que se suscita en torno a este tipo de eventos, lo que se ha denominado alarma social.
La feroz competencia por mantener la atención pública de los medios y las redes sociales propicia el mantenimiento de relatos exagerados, imágenes desfasadas o incluso la utilización de herramientas de IA generativa, exacerbando el problema de la desinformación. La sofisticación que están alcanzando las herramientas de IA generativa, incrementa la “calidad” de los rumores, haciendo que cada vez sea más complicado identificar qué información es veraz y cuál no.
En este contexto, otro aspecto que resulta fundamental es informar con transparencia de los daños materiales y víctimas personales provocados por el evento.
Algunas de las medidas típicamente protocolizadas en esta fase y que sirven para todas las crisis públicas de forma general son: crear una cuenta pública única para recibir cualquier donativo de empresas, instituciones o particulares. Cada donativo debe ser acreditado, dando la oportunidad de que sea anónimo o público y de esta cantidad se debe ir informando públicamente con transparencia.
Se debe establecer un listado de carencias de material, dando la oportunidad a las organizaciones de abastecer dicho material con carácter de urgencia, haciéndose públicas las aportaciones y la financiación de las mismas.
Además, deberían establecerse líneas de información pública responsables, donde tendría que ser obligatorio establecer en cada información la fecha de las imágenes emitidas y de los testimonios, aportar en cada pastilla informativa del evento un mapa de las zonas afectas y una contextualización permanente del número de afectados por categorías, todo esto aislado en lo posible del ámbito político para contrastar las cuantificaciones de zonas afectadas, personal y productos requeridos.
Adicionalmente, deberían fijarse los criterios de ayuda inmediata y posteriormente de indemnización, para que los donantes conozcan cómo se repartirá el dinero aportado.
Finalmente, tal y como destaca Naciones Unidas en sus recomendaciones para la gobernanza local en tiempos de crisis, deberían publicarse las necesidades de voluntariado, coordinando a las personas que desinteresadamente deseen participar ayudando con su trabajo, registrando su disponibilidad y capacidades específicas.
3. Fase de recuperación
La fase de recuperación planificada no está exenta de debate. En esta fase se reparten las [ayudas de recuperación donde se pretende que los recursos lleguen a los que verdaderamente lo necesitan]. Esta labor es compleja, si bien hay mecanismos sociales de control habituales utilizados por las empresas de seguros y el consorcio de compensación.
La literatura académica especializada, que ha analizado los procesos de recuperación y reconstrucción tras catástrofes naturales como, por ejemplo, el terremoto y posterior tsunami de Japón en 2011, identifica que el objetivo final de estos procesos debería ser que los supervivientes puedan recobrar la normalidad en sus vidas y construir ciudades más seguras, extrayendo una serie de lecciones aprendidas que se pueden aprovechar cuando se tengan que enfrentar de nuevo procesos de esta naturaleza.
4. Fase de aprendizaje
Esto último nos conduce a la última fase, la fase de aprendizaje, que resulta esencial para gestionar de forma más eficaz el próximo evento extraordinario que tenga lugar.
Después de haber sufrido varias crisis públicas recientes de importante calado, sería necesario tener presente todo lo aprendido en las mismas para que se mejore y se haga pública la elaboración de procedimientos, incluyendo el desarrollo de protocolos que ayuden a minimizar los daños ocasionados.
Errar es humano, pero lo verdaderamente censurable es la falta de voluntad para aprender de los errores cometidos.
Las personas firmantes no son asalariadas, ni consultoras, ni poseen acciones, ni reciben financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y han declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado anteriormente.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.