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El tristemente célebre estudio de los menores adoptados de Rumanía es uno de los llamados “experimentos naturales” que nos permiten saber más sobre los efectos del trauma temprano en el cerebro. En 1966, el dictador Nicolae Ceaușescu instauró políticas extremas para aumentar la natalidad.
Esto generó el abandono masivo de muchos niños, que terminaron ingresando en orfanatos en pésimas condiciones donde no recibieron cuidado, atención o cariño. Una investigación demostró que muchos de ellos tenían el cerebro atrofiado, y que esto explicaba parcialmente su peor desempeño cognitivo. Además, la atrofia era más severa en los menores que pasaron más meses institucionalizados.
La infancia es el período más sensible para el neurodesarrollo. Por desgracia, este se puede ver truncado de muchas maneras, desde el maltrato o el abandono hasta la exposición a la guerra y la violencia.
Una cuestión de estrés
Conocer los efectos neurobiológicos de la adversidad en la niñez nos puede ayudar a entender y tratar sus secuelas psicológicas. La evidencia apunta a que estos afectan especialmente al principal sistema de regulación del estrés, conocido como eje hipotalámico-hipofisario-adrenal. La actividad de este sistema se puede medir a través de hormonas como el cortisol, conocidas colectivamente como glucocorticoides.
En cantidades normales, el cortisol ayuda a movilizar nuestro cuerpo para afrontar amenazas o desafíos. Sin embargo, cuando su producción es excesiva, puede resultar dañino para el organismo. En efecto, los pequeños expuestos a guerras tienen en su saliva niveles elevados tanto de cortisol como de inmunoglobulina-A, lo cual indica también una alta actividad del sistema inmune.
Cambios en el cerebro
Las huellas de la adversidad en el cerebro también se pueden dar de forma más localizada. Una de las zonas más sensibles a los efectos del estrés es el hipocampo, una estructura crucial en la formación de recuerdos y la orientación espacial, entre otras funciones.
Esta sensibilidad se debe a su alta concentración de receptores de glucocorticoides, las “hormonas del estrés” que, como ya hemos visto, se presentan en niveles elevados en familias expuestas a conflictos bélicos.
Efectivamente, el estudio más grande y reciente sobre el tema reporta una reducción del 17 % en el tamaño del hipocampo en niños expuestos a tres o más eventos traumáticos comparados con otros que no sufrieron ninguno.
Cuando el daño se hace a propósito
Es importante matizar que la adversidad puede variar no solo en su severidad, sino en su tipología. Por ejemplo, el maltrato implica trauma por comisión, mientras que la deprivación implica trauma por omisión.
Una revisión sistemática de estudios señaló que la adversidad por comisión (por ejemplo, abuso físico o sexual o exposición a violencia de género) afecta más a las estructuras límbicas y paralímbicas, como son la amígdala o la ínsula.
Estas áreas forman parte del “sistema de alerta” del cerebro, en las cuales el maltrato genera una sobreactivación sostenida. Ello, a su vez, facilita reacciones extremas a estímulos inofensivos, como se observa en el trastorno por estrés postraumático.
En cambio, la deprivación suele afectar más a las áreas prefrontales del encéfalo, encargadas de procesos más complejos como son la planificación o el razonamiento. Esto último encaja con los efectos observados en el estudio de los niños adoptados de Rumanía, donde la falta de cuidados ocasionó atrofia cerebral y déficits cognitivos.
Los diferentes tipos de adversidad también pueden afectar al desarrollo en formas opuestas: en una investigación se constató que la deprivación ralentiza la maduración mientras que el maltrato la acelera.
La huella genética de la adversidad
Uno de los hallazgos más impactantes del presente siglo es que el ambiente puede modificar mecanismos genéticos. Esto se da a través de un proceso denominado epigenética, por el cual los genes se expresan (“trabajan”) más o menos según el ambiente.
Por ejemplo, se ha visto que los menores maltratados muestran una expresión genética opuesta a la esperable (alta expresión de genes que normalmente tienen baja actividad, y viceversa).
El maltrato infantil también genera “envejecimiento genético”, esto es, un patrón de expresión genética más avanzado al que correspondería por edad cronológica. Este envejecimiento se asocia, además, a mayores síntomas depresivos.
Otro descubrimiento sorprendente es que algunos cambios epigenéticos se pueden dar durante el desarrollo embrionario. Un estudio sobre la trágica hambruna holandesa de 1944 reveló que las personas cuyas madres padecieron hambre durante los primeros meses de embarazo mostraban alteraciones en la expresión de genes relacionados con el metabolismo.
Esto explica, en parte, sus elevados índices de masa corporal y triglicéridos en sangre en comparación con sus hermanos, quienes tuvieron algo más de suerte al no sufrir hambre durante la gestación temprana.
Neurobiología de la resiliencia
Es importante no quedarse con un mensaje derrotista: el cerebro es altamente plástico y muchos individuos pueden sobreponerse a la adversidad temprana. Este proceso se denomina resiliencia.
En una de las cohortes de niños rumanos adoptados, se observó que los déficits en cociente intelectual se iban reduciendo a lo largo de los años posteriores a la adopción hasta acercarse a niveles normativos. Además, los que estuvieron menos de seis meses institucionalizados presentaban, desde el inicio, valores normativos en todas las variables estudiadas.
La investigación sobre resiliencia está empezando a elucidar los factores neurobiológicos y psicosociales que mitigan el impacto del estrés severo y crónico e, incluso, posibilitan el crecimiento postraumático en algunas personas.
Macià Buades Rotger recibe fondos de la Brain & Behavior Research Foundation.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.