La selección: Donald Trump y la política del espectáculo

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Condones para Hamás. Uno de los últimos titulares impregnados de desinformación del reciente presidente de EE. UU. encerraba ese mensaje. Cómo no, era imposible no acercarse a él para leer algo más sobre la noticia. Donald Trump aseguraba hace unos días que había parado un envío de 50 millones de dólares a Gaza que en realidad estaban destinados a comprar preservativos para Hamás, que a la vez los usa para fabricar bombas.

Confieso que sentí curiosidad por saber cómo se fabrica una bomba con un condón, así que indagué y resulta que la teoría que mantienen los afines al presidente es que los soldados de Hamás utilizan los preservativos como globos para lanzar explosivos a Israel.

Con Trump la última noticia siempre es peor que la anterior. Continuamente va a más. Y mientras en el mundo asistimos atónitos a cada una de sus ocurrencias, millones de personas en EE. UU. viven con la angustia de pensar en el futuro de sus empleos, en el de sus hijos gays o en el suyo propio si viven cerca de un votante republicano con mala sombra y un rifle colgado en la pared de su sótano.

En plena celebración de los 80 años del desmantelamiento del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, acaba de ocurrírsele otra de sus grandes ideas. Ha solicitado que se vaya preparando la base naval de Guantánamo (Cuba) –un lugar sórdido sobre el que se han presentado multitud de quejas acerca de las condiciones en las que han sido retenidas muchas personas– como centro para albergar a nada menos que 30 000 inmigrantes ilegales que viven en EE. UU..

Lo suyo es un no parar. Un no parar de sorprender a su propio país y al resto del mundo con decisiones que se acercan a las que hemos visto en algunas dictaduras del planeta y muy propias de alguien que practica la megalomanía.

Trump tiene a la inmigración entre ceja y ceja. Por si no lo dejó lo suficientemente claro en su anterior mandato, ahora ha vuelto para llevarlo al límite. Es uno de los pilares en los que se asienta su presidencia. Su plan antimigratorio no solo ha generado controversia interna, también ha amenazado con socavar los intereses de Estados Unidos en América Latina.

Estas políticas, que invocaron leyes nada menos que de 1798 para justificar las medidas extremas de hoy, han sido criticadas por su impacto humanitario y por atemorizar a aliados clave como México, un país esencial para la estabilidad regional, o Colombia.

Cuando Donald Trump ganó las elecciones a la presidencia de EE. UU. frente a Kamala Harris, desde The Conversation quisimos saber el motivo por el que millones de estadounidenses siguieron apoyando a una persona que había manifestado tan poco respeto por las leyes de su país y que incluso llegó a sentarse en el banquillo y fue declarado culpable. Un hombre que participó en un reality show, que declaró seis de sus negocios en bancarrota, que niega el cambio climático, que ha firmado una orden para retirar a su país de la Organización Mundial de la Salud, que quiere apropiarse de Groenlandia o que sugiere que los migrantes haitianos en EE. UU. se comen a sus mascotas.

La psicología evolucionista ofrece una explicación: su retórica populista y su estilo confrontativo resuenan con aquellos que buscan líderes fuertes en tiempos de incertidumbre. Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos, pero ha sido particularmente evidente en su base de votantes, que lo ven como un defensor de sus valores y un disruptor del establishment político.

Lo de la firma de órdenes de todo tipo el mismo día de su toma de posesión fue puro teatro, el mismo que representó uno de los miembros de su dream team, Elon Musk, cuando levantó el brazo para saludar a su público generando el desconcierto sobre si aquello era el saludo nazi o el saludo romano –sí, ese que nunca existió–.

Entre cohetes, coches eléctricos y tuits crípticos, Musk sigue redefiniendo su realidad. Ahora que está a la derecha de Donald Trump al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental, ¿comprará Marte o solo está calentando motores para su deseada coronación como el próximo presidente de EE. UU.?

Lo tendrá complicado. Los 78 años de Trump auguran el mejor de los futuros para su vicepresidente, J.D. Vance (llamado James Donald Bowman al nacer). Sí, para el mismo hombre que criticó duramente en el pasado al que hoy es su jefe, pero que ha llegado apuntando muchas maneras de líder.

Algo parecido había ocurrido con algunos de los invitados a la toma de posesión de Trump. Sí, aquellos dueños de las grandes tecnológicas que en el pasado le criticaron y tuvieron con él sus más y sus menos pusieron de manifiesto el poder de estas empresas en la política global sentándose en la fila VIP durante el evento.

“La historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa”, escribió Karl Marx. En la era Trump, la farsa se disfraza de gobernanza, y cada tuit es una política. Mientras el mundo asiste incrédulo, el absurdo parece que empieza a volverse rutina para unos y drama para muchos más.

The Conversation

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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