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En los últimos días se ha viralizado un vídeo de tan solo dos minutos del programa La isla de las tentaciones. La cuenta que lo difundió por la red social X, en inglés, ha recibido más de 215 millones de visualizaciones. El resto es historia de la televisión.
Ha habido guiños al vídeo en los que KFC Francia invita a la infidelidad con McDonald’s o Montoya es el lagarto correcaminos de la Fórmula 1. Los deportistas trotan al unísono de sus gritos en equipos como el Borussia Dortmund (Alemania), Paris Basketball (Francia), los Celtics (EE. UU.) o el Flamengo (Brasil).
El eslogan “Montoya, por favor” es noticia.
El análisis cultural nos proporciona herramientas para explicar cualquier comportamiento humano. Ya pertenezca este a la alta cultura o a la cultura popular. En este contexto, La isla de las tentaciones, como reality, apunta a la construcción de una identidad y al mismo tiempo refuerza nuestra comprensión de lo que nos rodea en términos de relato.
Una narración de cabo a rabo
En la semana de los premios del cine español, hemos escuchado frases como “Montoya merece un Goya” o, refiriéndose al vídeo, “Esto es cine”. No es casualidad que haya ocurrido, tratándose de un vídeo bien estructurado como narración. ¿Cómo podemos determinar el valor de su técnica?
Desde Aristóteles, Horacio o Cicerón, la poética concede herramientas para analizar los discursos: fábula, pathos (‘valor emocional’) o personaje. A estas, se suman otras que la narratología ha diseñado: narrador, focalización, mise-en-abyme o diégesis.
Nuestra fábula comienza con el protagonista, Montoya, atento a una pantalla. Estamos ante la técnica narrativa del relato dentro del relato (mise-en-abyme). Y acción: el inicio de la infidelidad de Anita con “el Papafrita”. Asistimos a todo ello contado por un narrador que está fuera de los dos planos de acción (heterodiegético).
Se muestran flashes descriptivos que intercambian la infidelidad con la reacción de Montoya. Hay un preclímax, que anuncia la tensión del discurso: “es un antes y un después”. Sus palabras (“qué asco, cariño, cómo te vas a arrepentir de esto”) y su titubeo (“no quiero ver esto”, “venga lo voy a ver contigo”), la intensidad de la música y el apagón de luz en el vídeo, conducen al nudo de la narración cuando Montoya sale corriendo: ¿está huyendo el personaje?
¡No! Esa es la primera “ruptura de expectativas” para el espectador. En el nudo de la trama, la carrera por la playa gritando desesperadamente acaba con el personaje entrometiéndose en el relato interno, lo que sucedía en el vídeo. Las palabras “me has destrozado, me has reventao por dentro”, la superposición de planos y el aumento del ritmo narrativo a través de la música y del paisaje generan el clímax: la irrupción de Montoya en la casa donde está su novia mientras Anita y “el Papafrita” mantienen relaciones.
Llegamos, por tanto, al desenlace. Se trata de un final cerrado, en el que Montoya, personaje del relato 1 (externo), se introduce en el relato 2 (interno) y lo interrumpe. Anita y “el Papafrita” se ven obligados a parar. De fondo, el eco de una frase lapidaria que refuerza la fusión de relatos: “Te vas a arrepentir toa tu vida”. Y una última imagen: un rayo y un acorde final que muestran el escenario vacío del primer relato –en el que Montoya comenzó a ver el vídeo– y, en consecuencia, sugieren que ya no existe independencia entre ambos.
Como vemos, se han calculado los tiempos y los espacios de la fábula de una forma totalmente consciente. El espectador ha gozado de una trama explícita y de pequeños detalles adyacentes (la “gambita”). Una historia, al fin, contada de cabo a rabo.
Montoya personaje, Montoya vale musho
Antes de funcionar como el personaje que se ha viralizado, Montoya había sido cantante –autor de “Vaya tela con la Manuela” y “Conchita, la chica pija”–, futbolista de El Tinte de Utrera, concursante de Mujeres y hombres y viceversa, El conquistador y The Language of Love, y candidato político de Utrera+.
¿Cómo identificamos la nueva versión de Montoya? Desde la semántica narratológica, los personajes se caracterizan por lo que hacen, lo que dicen y lo que otros comentan sobre ellos.
En el vídeo nos situamos ante lo que se denomina “triángulo amoroso”, una de las claves estructurales del drama (y los best seller). Encontramos un protagonista (Montoya), su pareja (Anita), la infiel descrita como un personaje antiheroico (“¡cabrona!”), y el antagonista (“el Papafrita”), definido únicamente por lo que se dice sobre él (“ese escombro”, “mierda de persona”).
En cuanto a Montoya, sus acciones definen a un personaje impulsivo, desequilibrado, agraviado y sentimental. Sus palabras, además, lo muestran resentido y confuso. Y, sobre él, su antagonista, a escondidas, le devuelve el insulto (“¡Papafrita!”), a la vez que Anita ríe abiertamente por ser infiel. Esto conecta ambos relatos a través de sus personajes, con el fin de tematizar la pasión, la deslealtad y el caer en las tentaciones.
“El Papafrita, que tiene una gambita”
No solo la narración nos ha legado conceptos para el análisis, sino que también disponemos de herramientas derivadas del lenguaje literario. En redes sociales, las palabras “El Papafrita, que tiene una gambita” han sido atribuidas, con ironía, a escritores como Bécquer o García Lorca. ¿Por qué? Estamos ante una cuestión que afecta a la creatividad verbal.
El lenguaje literario genera un efecto “desautomatizador”; es decir, juega con nuestra percepción a través de diferentes recursos: la rima, la repetición, la metáfora… Estas reacciones demuestran que la creatividad literaria no es un “desvío” respecto de la lengua común. Recordemos que estas teorías nacieron también con un eslogan de rima interna (I like Ike).
Montoya, ante una emoción desbordante, busca una significación rompedora, aumentada. Le salen de manera natural la rima, el uso del circunloquio y el empleo de una imagen ridiculizadora y diminutiva. De la imaginación, la creatividad verbal y el afán por reforzar el significado, nace su frase. En lugar de decir “Manuel, que tiene la picha corta”, grita “El Papafrita, que tiene una gambita”.
El “romanticismo” de Montoya
“¡Me has destrozado por dentro!”. Lo repite una y otra vez, obsesionado. Ahora que ya sabemos que cada palabra de Montoya cuenta: ¿cómo logramos entender este comportamiento humano a través de la historia de las ideas en el arte? La estética nos concede algunas claves para determinar por qué una reacción así brota en el siglo XXI.
El arrepentimiento, la venganza, la culpa, la exhibición de la intimidad… Todo ello no existiría sin el gran giro cultural del Romanticismo. El libro Las penas del joven Werther, de Goethe, ya mostraba el triunfo de la subjetividad, de la efusión sentimental, de la quiebra de lo racional y de la ruptura del “buen gusto”. También de la expresión de las emociones a través de la violencia del paisaje. El mundo dejó de ser algo hecho para entenderse como proceso.
El joven Montoya se desespera, como Werther, se rasga las vestiduras y enloquece por completo. Igualmente, se comporta de manera excéntrica y no se ajusta al decoro. A la agitación de nuestro protagonista, le acompañan truenos y relámpagos añadidos por el editor del vídeo. También una cámara que lo persigue mientras tiembla y nos deja a oscuras, con la sensación de un mundo haciéndose. Vemos una realidad confusa.
Ahora bien, lo que se transmite como tragedia nos provoca la carcajada. ¿Cómo explicarlo? Nuestra cosmovisión, que consiste en la conciencia de ser y estar en el mundo, no es romántica. A diferencia de los románticos, nosotros vivimos en una cultura irónica y relativista. En un debate posterior al programa, el ansioso Montoya dice: “No puede ir en la comedia”. Pero desde las coordenadas estéticas de la contemporaneidad, sí puede.
La cultura popular y la Academia
En definitiva, la cultura de masas es un espacio tan importante para la representación como lo son la literatura y el arte. Si el Humanismo era entender la evolución intelectual y sentimental de nuestra especie, resulta llamativo cómo la Academia ha dado la espalda a la realidad.
Los personajes de la cultura mediatizada esconden también preguntas sobre la trama que articula nuestro presente. Y es que, como Octavio Paz, venimos del mono gramático. La intelectualidad ha analizado la tradición oral, el carnaval, el folclore, la fotografía o el festival de la langosta.
Aprendidas con la gran literatura, nuestras herramientas metodológicas gozan de mayor utilidad que nunca. Sostuvimos en este medio que nuestra disciplina podía atender a la música.
Ahora defendemos su aplicación a lo que otros llaman telebasura, y nosotros denominados tan simplemente “lo humano”.
Más papafrita y menos pomadita.
![The Conversation](https://counter.theconversation.com/content/249303/count.gif)
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