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El 7 de marzo de 1975, hace ahora cincuenta años, se estrenó en Italia Rojo oscuro, la quinta película como director de Dario Argento. Se trataba de su regreso al giallo, que él había redefinido con la denominada trilogía animal. Gracias a El pájaro de las plumas de cristal, El gato de las nueve colas y Cuatro moscas sobre terciopelo gris buena parte del público creía que Argento constituía el verdadero fundador del género.
Pero él, hastiado de una identificación que percibía como un lastre y una limitación, había rodado justo antes Los cinco días, un fresco histórico de tono burlesco ambientado en los albores de la unificación italiana que se adelantaba al Novecento de Bertolucci. El fracaso de esa cinta escarmentó al cineasta, que regresó al giallo con un filme que se presta a ser leído como una summa del subgénero.
Un género profundamente italiano
Pero ¿en qué consiste exactamente el giallo? ¿Se trata de un fenómeno específicamente cinematográfico? No son cuestiones que admitan respuestas sencillas, y resulta significativo que se haya reflexionado tanto a propósito de una variante a la vez tan vilipendiada.

El giallo se entrecruza con manifestaciones culturales preexistentes o coetáneas –las novelas de quiosco, conocidas como romanzi gialli por sus cubiertas amarillas, y los tebeos o fumetti–, hasta cristalizar en el medio fílmico. Y al hacerlo, esta combinación de suspense, terror y erotismo con denominación de origen italiana despierta encendidas pasiones y rechazos viscerales.
Lo hace por varias razones: la gratuidad de una violencia muy gráfica, una explicitud sexual que se reputa como zafia, su regodeo en la crueldad extrema, un esteticismo presuntamente hueco, la reincidencia en recursos devenidos en convenciones y, por encima de todo, la más desvergonzada inverosimilitud.
Así fue desde prácticamente sus comienzos, cuando Mario Bava lo codificó con La máscara del demonio (1960) y La muchacha que sabía demasiado (1962). Ahí delimitó un universo que reconstruye el pasado desde una óptica romántica y decadentista a la vez que celebra el diseñoso presente del país transalpino en un momento de autocomplacencia por el miracolo economico.
Influencia internacional
A partir de ese instante, y en paralelo a otro caso conocido, como el spaghetti western, el giallo se transforma en lo que en la industria nacional se conoce como un filone, lo que puede traducirse tanto por “filón” como por “hebra”. Es decir, una tendencia o moda que atrae a toda clase de creadores, conscientes de su valor de mercado a la par que deseosos de exhibir su habilidad para hallar oro en el mismo yacimiento en el que los demás solo sacan ganga.
Las cifras lo atestiguan: a lo largo de los 60, la producción especializada va incrementándose de año en año, dentro de una contención. En 1969 se supera la decena de títulos, y en el bienio 1971-1972 explota, con una progresión aritmética de hasta casi medio centenar anual.
El giallo poliniza la cultura popular internacional, en particular la estadounidense. Ni el gore ni el porno, pero tampoco el thriller contemporáneo y sus derivaciones (slasher, stalker, etcétera) se entienden si no se toma en consideración el influjo del giallo. Este constituye el heraldo del cambio de polaridad que tuvo lugar después de mayo del 68 y la constatación del fracaso de las utopías. Tras la severidad de la autoría de los cincuenta a los sesenta, marcada por el existencialismo, se impuso una sensibilidad lúdica, irónica, cinéfila y autorreferencial que en Estados Unidos encarna la culminación del Nuevo Hollywood –1975 es también el año del Tiburón de Spielberg, la película que abrió las puertas de los blockbuster–.
Y llega Argento
En Rojo oscuro conviven aún de manera consciente ambas tendencias. El protagonista es un músico que se ve envuelto en el asesinato de una médium. Sabedor de que en su memoria hay una pista clave para la identificación del criminal, y en su condición de sospechoso a ojos de las autoridades, se embarca en una investigación que, claro está, provoca nuevas muertes.
En la caracterización del personaje, un antihéroe algo tarambana torturado por la incomunicación que aquejaba a los personajes modernos, se conjugan lo viejo y lo nuevo. A ese respecto, la elección como protagonista de David Hemmings, protagonista del Blow-up de Michelangelo Antonioni, resulta emblemática.
Nos encontramos ante un formato mucho más complejo de lo que aparenta y de lo que proclaman sus detractores. Un perfecto ejemplo del uso consciente de la cultura popular como terreno de lucha por la hegemonía de conformidad con las ideas del teórico marxista Antonio Gramsci.
Por ejemplo, no puede ser más ambivalente su tratamiento de la figura de la mujer. Esta puede leerse por igual como un dechado de misoginia (el sistemático ensañamiento en el cuerpo femenino, pero también la recurrencia en la sorpresa de que la culpabilidad recaiga en una asesina trastornada) o como una denuncia cifrada, pero cristalina, de la pesadilla del machismo estructural de la sociedad italiana.

La estrategia del giallo consiste, precisamente, en conjugar asuntos candentes con inequívoca intencionalidad política, con el plus tremendista característico de los cines europeos de género. Lo hace en parte como estrategia de diferenciación y en parte por la exaltación de un periodo convulso.
Anímense a descubrir este otro multiverso que muta y se renueva. Porque no hay un giallo, sino muchos, tanto en lo que se refiere a subtipos como en lo tocante a obras. Y si alguno les desagrada, incluso si les repele, piensen en la legendaria respuesta faltona de Fassbinder cuando alguien, espectador o crítico, le decía que no le había gustado una película suya: “Da igual, tengo más”.

Agustín Rubio Alcover no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.