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Al salir de la consulta del médico o fisioterapeuta solemos pensar que nuestro dolor de espalda se debe a una lesión en una estructura anatómica. Sin embargo, si se realizan 50 resonancias magnéticas de 25 personas con dolor de espalda y 25 sin él, un radiólogo experto no será capaz de determinar quién tiene dolor.
Una persona que sufre dolor de espalda después de hacer algo que, en su opinión, lo causa, tenderá a pensar que esa es la explicación, incluso aunque no sea cierto. Esta conexión lógica que realiza el paciente suele verse apoyada por la idea arraigada de que el cuerpo está sano si funciona correctamente, como si de una máquina se tratase, y que el dolor significa lesión o daño físico.
Este planteamiento constituye la base del “modelo biomédico”, que establece que lo que no se puede estudiar en un laboratorio no es científico.
Hoy en día, en la universidad se sigue favoreciendo el análisis de la enfermedad desde una perspectiva puramente física y mecanicista. A tratar todas las “tendinopatías” y las “meniscopatías” por igual, protocolizar los tratamientos y no tener en consideración a la persona, sus particularidades, su bagaje emocional, su procedencia cultural e incluso su género.
Como dice la fisioterapeuta Sandy Hilton, “es importante tratar a la persona como algo más que la estructura que le causa el dolor”.
En su libro Inteligencia Emocional, el psicólogo Daniel Goleman lo explica perfectamente al afirmar:
“Históricamente hablando, la medicina occidental se ha ocupado de la curación de la enfermedad (desorden clínico) dejando de lado el sufrimiento (la vivencia que el paciente tiene de su enfermedad). Los pacientes, por su parte, se han visto obligados a compartir este punto de vista y a sumarse a una conspiración silenciosa que trata de ocultar las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o a desdeñarlas como algo completamente irrelevante para el curso de la misma, una actitud que se ve reforzada, asimismo, por un modelo médico que rechaza de pleno la idea misma de que la mente tenga alguna influencia significativa sobre el cuerpo”.
Y añade:
“No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una ideología igualmente contraproducente, la creencia de que somos los principales artífices de nuestras enfermedades, la creencia de que basta con afirmar que somos felices y salmodiar una retahíla de afirmaciones positivas para curarnos de las más grandes dolencias. Pero esta retórica que magnifica la influencia de la mente sobre la enfermedad no hace sino crear más confusión y aumentar la sensación de culpabilidad del paciente, como si la enfermedad fuera el testimonio palpable de un estigma moral o de una falta de valía espiritual”.
Es como si la biomedicina fuera incapaz de captar los mensajes no verbales. En muchas ocasiones, nuestro quehacer profesional diario carece de ese análisis sociocultural y emocional; no somos capaces de detectar e intuir los sentimientos, los motivos y los intereses de los pacientes que atendemos. Este conocimiento suele fomentar el establecimiento de relaciones con los demás y su profundización, más si cabe con otras culturas y nacionalidades.
Un abordaje limitado y reduccionista
Si bien la Organización Mundial de la Salud plantea la salud como un “estado de bienestar físico, psicológico y social”, desde el punto de vista práctico esta se contempla con un enfoque biológico. Como consecuencia, el abordaje del paciente resulte muy limitado. En muchas ocasiones, la profesión sanitaria se ha convertido en una sanidad de efectos y no de causas, donde se plantean múltiples tratamientos que mitigan síntomas, pero que difícilmente corrigen la alteración original desencadenante.
Ya desde la Antigüedad, desde Sócrates a Aristóteles, encontramos referencias sobre la relación bidireccional entre la mente y el cuerpo, y de cómo pueden influir decisivamente la una sobre la otra.
Más adelante, la medicina occidental desdeñó la enorme influencia que tienen los procesos mentales, tanto en la génesis como en la recuperación de la enfermedad. Esto llevó a que el esfuerzo por entender la mente se atrasase muchos años, trayendo consigo una visión reduccionista y mecanicista que consideraba al ser humano como una ordinaria suma de partes.
Se había instalado la denominada “dicotomía cartesiana”, que separaba la mente del cuerpo. El filósofo y matemático René Descartes (1596-1650) creía en un tipo de dualismo por el que la mente (inmaterial) y el cuerpo (material) de un sujeto eran entidades diferentes que debían ser estudiadas por separado. En otras palabras, de la mente se ocupaba la religión y la filosofía, mientras que el cuerpo debía ser estudiado utilizando métodos objetivos y verificables.
El espíritu de Descartes sigue vivo en la medicina actual
La concepción de la profesión sanitaria como una estricta ciencia de la naturaleza, dedicada a la atención técnica de la enfermedad bajo el amparo del modelo biomédico, deriva de este dualismo cartesiano. Esto condujo, desde la década de los sesenta, a un enfoque más sintético y pragmático que ocasionó un giro lento y sostenido de los profesionales hacia la especialización. Como resultado, redujeron el análisis de la enfermedad al estricto plano anatómico.
Pese a todo ello, son numerosos los estudios que ya concluyen que una alteración de la estructura de una parte del cuerpo no justifica los síntomas del paciente. A través de pruebas de imagen se demuestra que sujetos asintomáticos tienen una alteración anatómica y que sujetos sintomáticos (con dolor), no.
En una revisión sistemática se repasó la prevalencia de hallazgos clínicos en pruebas realizadas en más de 3100 individuos asintomáticos. Los autores concluyeron que los hallazgos de alteraciones patológicas en imágenes de la columna lumbar se presentaban en una alta proporción de individuos asintomáticos, y que probablemente formaran parte del envejecimiento normal y no estuvieran relacionadas con dolor.
Salud y enfermedad: dos polos de una misma realidad
Por tanto, salud y enfermedad no deberían ser concebidas de forma aislada, ya que representan los polos opuestos de una misma realidad vital, de un mismo continuo, dinámico y cambiante. Su separación desde la mirada de la práctica clínica y asistencial resulta difícil, ya que depende de una serie de factores multidimensionales de los seres humanos, y que son los encargados de inclinar la balanza en uno u otro sentido.
Bajo estas premisas la enfermedad no podría ser considerada como un fenómeno estrictamente biológico, ni tampoco como una simple agrupación de síntomas y signos. Las patologías ocurren en un ser pensante que sufre la influencia no solo de estos factores físicos y biológicos, sino también de los diferentes elementos socioculturales y creencias que inciden sobre su vida (modelo biopsicosocial).
De hecho, organismos como la Secretaría de Estado de la Seguridad Social de España ya contempló en un documento publicado en 2011 la posible existencia de una interacción entre los trastornos musculoesqueléticos (cuerpo) y una afectación psicopatológica (mente). Aseguraba que estos últimos podían aumentar el deterioro y dificultar la resolución de dichos procesos. Más recientemente, se han publicado otros documentos similares que contemplan esto mismo.
Pese a toda esta evidencia, algunos profesionales siguen aislándose del dolor que padecen sus pacientes para que no les influya. Esta actitud, que a priori podría funcionar como control emocional, en muchos casos se vuelve contraproducente. La oportunidad de brindar un cuidado emocional a la persona enferma a menudo se pierde. El modelo saturado de la atención sanitaria hace aflorar comportamientos que favorecen la despersonalización y la desensibilización.
Todavía muchos profesionales sanitarios se muestran escépticos con respecto a que las emociones de sus pacientes tengan importancia clínica. Desechan las pruebas como triviales o anecdóticas. El espíritu de Descartes (en ocasiones) sigue vivo.

Alberto Melián Ortiz no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.