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Durante los diez últimos años se han celebrado en el mundo numerosos referéndums de independencia. Estos se suelen activar para resolver la tensión entre el derecho a la autodeterminación de un pueblo y la protección de la integridad territorial del Estado que los acoge, e implican la creación de nuevos Estados soberanos.
Aunque sean poco frecuentes en democracias, los referéndums de Véneto (2017), Escocia (2014), Cataluña (2017), Puerto Rico (2020), Bougainville (2019) y Nueva Caledonia (2021), por citar algunos, demuestran que este fenómeno sigue presente en el siglo XXI.
Sin embargo, las autoridades gubernamentales no siempre encuentran acuerdos con las fuerzas secesionistas, dando lugar a procedimientos unilaterales no pactados con el Estado. La cuestión es: ¿por qué en algunos casos los gobiernos cooperan con los movimientos separatistas, mientras que en otros no hay colaboración posible? En otras palabras: ¿qué diferencia el referéndum de Escocia –pactado entre Edimburgo y Londres– del de Cataluña –escenario de violencia policial y manifestaciones multitudinarias–?
Un grupo de investigadores de diferentes universidades ha publicado recientemente sus resultados al respecto en la revista Democratization. Su investigación tuvo lugar a lo largo de dos años, entre 2021 y 2023.
A través de un análisis estadístico basado en los 70 referéndums de independencia celebrados en democracias liberales entre 1945 y 2022, buscaron los factores determinantes de las votaciones pactadas –58 casos– y no pactadas –12 casos (gráfico 1)–.
Entre las hipótesis de partida se barajaban las diferencias socioeconómicas entre territorio secesionista y Estado, la distancia geográfica entre ambos, la calidad de la democracia, el número de fuerzas independentistas operando al mismo tiempo o la probabilidad de ganar el referéndum.
Una decisión que depende de dos factores
Después de procesar estadísticamente sus datos, pusieron de relieve que la decisión del Estado a la hora de aceptar un referéndum de independencia depende de dos factores.
El primer factor es la percepción de “competición y/o proximidad” electoral a la demanda de referéndum. El concepto de competición se refiere a la presión ejercida sobre el gobierno por parte de los actores políticos. Dicha presión puede ser social, política o incluso militar. En todos los casos, se supone que facilita la aceptación de un referéndum pactado.
En paralelo a esta presión, el gobierno debe sentir cierta afinidad (“proximidad”) entre sus preferencias electorales y las de los votantes que se van a expresar. En resumidas cuentas, si un gobierno estatal se encuentra bajo presión y piensa que puede ganar un referéndum, no dudará en aceptar su organización.
El segundo factor depende del coste que implicaría una eventual secesión en términos de población, superficie y recursos naturales. Dicho de otra forma, los gobiernos anticipan las pérdidas que podría producir la separación del territorio secesionista. Se trata de realidades muy concretas como grandes extensiones de territorio, habitantes, posiciones geoestratégicas clave, hidrocarburos o tierras raras.
En este sentido, a medida que sube el “coste” de la secesión, el gobierno del Estado se suele negar a pactar un referéndum que podría acarrear mermas importantes para sus intereses.
Estos resultados incitan a proponer un modelo general diseñado para predecir la disposición de una democracia liberal a aceptar (o no) un referéndum de independencia sobre su territorio.
Cuatro escenarios aparecen según la combinación del nivel de competición y/o proximidad y el coste demográfico anticipado (tabla 1). Así pues, los casos de probabilidad muy alta (escenario 1) son llamativos por la facilidad con la cual pactan referéndums. Es el caso de Palaos, una isla de Oceania que se independizó en 1981 debido a la presión anticolonial local y a su débil importancia demográfica para Estados Unidos.
En el escenario 2 entran los casos de gobiernos que se enfrentan a un nivel bajo de presión política para independizar territorios poco poblados como las antiguas colonias francesas que accedieron a la soberanía después de los referéndums de 1958 organizados por el propio Gobierno francés.
De igual modo, si como en el caso de Moldavia respecto a Gagauzia el nivel de competición/proximidad es elevado (por la presión rusa sobre el Gobierno moldavo) pero la población secesionista también lo es (4,5 % de la población moldava total), la probabilidad de encontrar un acuerdo baja drásticamente (escenario 3).
Finalmente, algunos territorios muy poblados (y con muchos recursos) como Argelia lo tienen aún peor. Por ejemplo, ese país tuvo que pasar por un doble proceso de referéndums después de una guerra sangrienta zanjada por los Acuerdos de Evian en 1962 para liberarse de la metrópolis francesa, dejando una relación muy tensa entre los dos países.
En conclusión, esta investigación aporta una visión cuantitativa y comparativa sobre un tema habitualmente tratado de forma cualitativa a través de estudios de caso aislados.
Tal y como se ha demostrado, su mérito no se limita a analizar los datos, sino también a proponer escenarios prospectivos. Es evidente que este análisis no agota el campo de estudio de los referéndums de independencia. Las características propias a cada caso hacen muy difíciles las generalizaciones y obligan a los investigadores a pasar constantemente de lo macro (los datos agregados y las tendencias estadísticas) a lo micro (las condiciones específicas de cada referéndum).
Todavía queda trabajo para captar las dinámicas y los matices de los referéndums de independencia.

Jean Baptiste Harguindéguy ha recibido fondos de investigación por parte del programa de I+D+i concedido por la Agencia Estatal de Investigación con la cofinanciación de la Unión Europea.
Marc Sanjaume-Calvet ha recibido fondos de investigación por parte del programa de I+D+i concedido por la Agencia Estatal de Investigación con la cofinanciación de la Unión Europea.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.